31.5.07
MASCARADA EN ORIENTE MEDIO (III)
En las calles de Teherán, los huidos eran objetivos obvios. No podían escapar por sí mismos; les detectarían en cualquier carretera y con seguridad serían cuestionados en el aeropuerto. Si presentaban sus pasaportes diplomáticos, les mandarían de vuelta a la embajada para ser interrogados a punta de pistola como el resto de “espías”.
Durante los primeros días, cambiaron sigilosamente de escondite, ocupando temporalmente las casas vacías de aquellos atrapados en la embajada. A veces dormían vestidos por si debían huir precipitadamente. El uso del teléfono era peligroso; los imanes habían aprovechado la vasta red de escuchas que el Sha empleaba para suprimir a los disidentes. Cada lugar en el que se refugiaban parecía cada vez más y más vulnerable. Hasta que Anders llamó a John Sheardown, un amigo suyo en la embajada canadiense. “¿Por qué no has llamado antes?”, dijo Sheardown. “Por supuesto que os dejaremos entrar.”
Para minimizar riesgos, el grupo se dividió entre la casa de Sheardown y la residencia oficial del embajador canadiense, Ken Taylor. Ambos domicilios se encontraban en el elegante distrito de Shemiran, al norte de Teherán. Allí, a los pies de los Montes Elburz, la dinastía Qajar había enterrado a sus reyes. La zona se había convertido en el hogar de los comerciantes, diplomáticos y de funcionarios más prósperos – y ahora de media docena de refugiados diplomáticos en fuga: los cinco del consulado más Henry Lee Schatz, nombre clave Palmera, quien se había escondido en la residencia diplomática sueca durante semanas antes de abrirse camino hasta el hogar de los Sheardown.
Los alojamientos eran de lujo. Había libros, periódicos en inglés, cantidad de cerveza, vino y whisky. Pero los invitados no podían abandonar su refugio. A medida que transcurrían las semanas, se instaló una tranquila rutina. Cocinaban elaboradas cenas, leían, jugaban a las cartas. Su mayor preocupación diaria era cómo formar equipos para jugar al bridge – y si serían capturados y posiblemente ejecutados.
Con el paso del tiempo, la amenaza de ser descubiertos creció. Los militantes habían peinado los registros de la embajada, averiguando quien pertenecía a la CIA. Incluso habían contratado a tejedores de alfombras para reconstruir los documentos destruidos (los documentos recuperados serian más tarde publicados por el gobierno iraní en una serie de libros titulados Documentos de la guarida del espionaje americano.) En algún momento, contarían el verdadero número de miembros del personal de la embajada y establecerían cuantos faltaban. La Guardia Revolucionaria había llevado a cabo una demostración de fuerza en Shemiran, rondando por las calles donde vivían los extranjeros, llegando muy cerca de ambos escondites. En una ocasión, los americanos tuvieron que alejarse de las ventanas cuando un helicóptero zumbó alrededor de la casa de Sheardown. Todos se aterrorizaron cuando un comunicante anónimo llamó a la residencia de los Taylor y pidió hablar con Joe y Kathy Stafford para después colgar.
Ya en casa, los gobiernos canadiense y norteamericano también estaban nerviosos. Se habían filtrado detalles sobre los fugados y varios periodistas estaban ya a punto de juntar todos los elementos de la historia. Y mientras que la CIA continuaba tratando de liberarles, había surgido una variada colección de planes de rescate no oficiales, la mayoría utilizando rutas terrestres y contrabandistas. La CIA mantuvo varias conversaciones con Ross Perot, quien justo acababa de sacar a dos de sus empleados de Electronic Data Systems de una cárcel de Teherán. En la cumbre de la OTAN en Diciembre, una inquieta Flora MacDonald, ministra canadiense de asuntos exteriores, se enfrentó al secretario de estado norteamericano Cyrus Vance, y sugirió que los seis americanos se marcharan a la frontera con Turquía – en bicicleta si era necesario.
Los americanos se percataron del estancamiento de la situación y del creciente peligro. El 10 de Enero de 1980 – casi nueve semanas desde que consiguieron esconderse – Mark Lijek y Anders escribieron un cable para que Ken Taylor lo enviara a Washington en su nombre. Mark más tarde parafraseó su contenido: “Tenemos que salir de aquí”.
Mascarada en Oriente Medio (IV)
Mascarada en Oriente Medio (Intro)
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