3.2.05

EL BARÓN ES UN TIPO AMORAL (Y MUY COOL)



Recordarán, quizás, que en los inicios de este blog ausente, cuando el abezetadario de Russ Meyer, que más o menos me comprometí a hacer un megapost sobre los Frankenstein de la Hammer. La cosa se ha ido demorando, quedan unos cuántos por ver y el aniversario de Godzilla se ha antepuesto (el abezetadario del saurio nipón va a buen ritmo pero aún queda. Es largo). La cosa está en que me interesa escribir las reseñas de un par de Frankensteins de la Hammer para que mi fràgil memoria fotogràfica no pierda detalles. Así que aquí tienen la primera de esas reseñas, dedicada a una obra maestra, de las mejores de la Hammer y de Fisher: The Revenge of Frankenstein, la primera secuela de ese clásico que también es La Maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, Terence Fisher, 1957). De los cinco Frankenstein que dirigió Fisher, The Revenge es el más caro de ver por nuestros lares. Ya en su momento quedó inédito de estreno comercial. Luego quedó fuera de la colección de dividís de Manga, y es la única que no tiene subtítulos en su edición de zona 1. Si tienen la oportunidad, no se lo piensen dos veces, es un filme generoso y rebosante. De lo mejorcito.

Síntesis. La secuela, ya digo, es superior y un dechado de virtudes. Boquiabierto quedé en la última revisión. En menos de noventa minutos la cantidad de cosas y detalles es abrumadora, y si a eso sumamos la maestría de Terence Fisher y del equipo de actores y técnicos de la productora británica el resultado es la hostia. Luego uno ve una peli de las de ahora, de dos horas, llena de paja, y las comparaciones son odiosas.

Continuidad. The revenge of Frankenstein es una secuela inmediata. Tan sólo un año tardaron la Hammer y Fisher en regresar al personaje del barón Frankenstein. Quienes tengan reciente la primera recordarán que estaba narrada como un largo flashback, con el Barón explicando su historia a un sacerdote y luego encaminandose a la fatal guillotina. Revenge retoma la historia en ese punto, pero desvelando que el buen doctor tenía un as en la manga. Quien acaba sin cabeza es el sacerdote, precisamente.



Peter Cushing. Palabras mayores. Quizá el mejor personaje interpretado jamás por el maravilloso actor británico sea el barón Frankenstein. Y el mejor actor que nunca pudo soñar el personaje. Si el tándem Sangster/Fisher ya daba en la primera toda la relevancia al Doctor (y no al monstruo, como era tradicional en la Universal), Cushing le dota de una elegancia noble, de un fino sentido del humor (quizás imperceptible, aunque evidente en ésta), y de un porte exquisito. Se come la pantalla, pero es que Cushing era mucho Cushing: siempre he pensado que era el mejor actor que ha existido jamás moviendo sus manos. Ritmo, agilidad y prestancia. Un monstruo. Un lujo.



El Barón Frankenstein. Camuflado como Doctor Stein y recién instalado en una ciudad austríaca. Un tipo amoral. Adelantado a su tiempo. Un dandi moderno. Su consulta, repleta de jóvenes casaderas de clase alta. Si en The Curse podríamos hablar de un barón inmoral, que engaña a su mujer con la criada y que es capaz de todo por la ciencia, aquí el tamiz es más amoral, más simpático, hasta positivo diría. Ocupa el tiempo en el hospital de los sin techo, cumpliendo una (aparente) labor social. Y se relaciona socialmente. Acude a las fiestas. Se deja querer. Eso sí, continua siendo un gafe de tomo y lomo a la hora de crear a su criatura.

El jorobado. Karl. Cojo, con un brazo atrofiado. Es quien ayudó a escapar al barón de la guillotina. Tan sólo una condición: transplantar su cerebro a un cuerpo perfecto. Pasa el tiempo admirando su imponente cuerpo futuro. La idea, pero, de una posterior gira científica del barón enseñando el antes y el después de la criatura no le hace ninguna gracia. Odia su cuerpo, quiere ser un nuevo hombre, olvidar su estatus de freak contrahecho, mantener relaciones sexuales con bellas señoritas, quemar su cuerpo jorobado. A la mierda la ciencia.



El consejo médico. Gremial. Anticuado. Anquilosado. Establecido en la rutina. Viejos profesionales burgueses que miran con recelo la nueva competencia, que atrae a las jovencitas, que se atreve a atender a los desamparados, que se niega a formar parte del consejo, que se ríe y los humilla verbalmente a la menor ocasión.

El ayudante. Un joven doctor que descubre el secreto tras el doctor Stein. No lo hará público. Al contrarío, ansía también la gloria científica. Le ayudará sin remilgos y, pese a ser un tipo aparentemente gris, al final sus manos alcanzarán la perfección que le está negada al barón. Y eso que no tiene su enjundia. “¿Cómo se ha desatado la criatura?”, pregunta. “Lo importante no es el cómo sino el porqué” responde su maestro.

La mujer. Un ser frívolo, a juzgar por las jovencitas que acuden a la consulta. Y una fuente de problemas encarnados en la señorita Conrad, una pija filántropa empeñada en ayudar a los pobres, en ser enfermera, en ayudar desinteresadamente. En el ordenado mundo del Barón Frankentein la mujer es elemento de caos. También de pulsión sexual.

Los experimentos. Bizarros. Ojos con vida conservados en formol que siguen a los personajes en su deambular por el laboratorio. Brazos amputados que se mueven por impulsos eléctricos. Chimpancés caníbales a consecuencia de un golpe en el cerebro recién transplantado. Dañar un cerebro en las horas posteriores al transplante supone la incómoda lacra del canibalismo. Al barón le encanta jugar al corta y pega con masas encefálicas y extremidades. Su curiosidad es insaciable: “Cogí el cerebro de una rana y se lo puse a una lagartija; el animal quería saltar y no podía. Una de mis teorías es que el cerebro continua sus funciones normales al margen de su medio ambiente”.



Los pobres. Parias abandonados. Sirven de excusa al Barón. También son una inagotable fuente de suministros. El doctor que teóricamente los sana, en el sótano los corta a trozos, vivos. Ya no hace falta ir a buscar cadáveres recientes al cementerio. Los despojos de la sociedad victoriana (vale, pasa en Austria, pero es la sociedad victoriana) son muy útiles para el tráfico de órganos (aunque sólo sea de la sala central del hospital al sótano). Pero olviden cualquier trato piadoso por parte de Fisher. Son malos. Mezquinos. De extrema fealdad. Odian al doctor por sus aires nobles, por su porte. Si pueden, entrarán a robar en el laboratorio. Y cuando sepan la verdad, serán una horda destructora, sin piedad, criminal, violenta.



La criatura. Imponente en su grandioso pote de conserva. Casi divino. Un ejemplar magnífico. Lástima de cerebro (el del tullido que se odia). Lástima de forcejeo con el guardian. Lástima de paliza. Lástima de golpe en el cerebro. Las taras y el canibalismo. Tras recibir el golpe en la cabeza observa la comida del chimpancé caníbal, luego observa el cuerpo de su primera (y no deseada) víctima. Se relame. De la belleza pasa a la locura, y, cuando regresa la atrofia de sus extremidades, al patetismo. Llega a dar pena. Y le van las jovencitas. Impresionante el actor que lo encarna, nada que envidiar al estupendo Christopher Lee de The Curse. Michael Gwynn, su enorme estatura le relegó al papel de secundario y a la televisión.



El epílogo. El final. Lean bajo su propio riesgo. Están advertidos. Pero es que la vuelta de tuerca merece ser comentada. Pese al linchamiento, el barón sobrevive. O mejor, su cerebro. En un cuerpo que ya tenía preparado para la ocasión. Dejando el arte del transplante en manos de su ayudante. Y esta vez todo sale bien. Frankenstein triunfante. Ahí le vemos, en Londres, igual de dandi, en su nueva consulta. El barón es al mismo tiempo la criatura. El monstruo. El círculo se ha cerrado. Síntesis.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Interesante articulo, estoy de acuerdo contigo aunque no al 100%:)

Zumbarte dijo...

Estoy viendo estas pelis por primera vez y recordé que habías escrito algo. He visto las dos primeras (evil of Frankenstein no la localizo) y he flipado, sobretodo con la secuela. No se hacen pelis con tanto contenido.

absence dijo...

Una obra maestra, sin duda alguna. Poco reivindicada, por cierto.