
Continúo revisando, según voy encontrando hueco, las películas que sobre Frankenstein produjo la mítica Hammer. De momento, las dirigidas por el gran Terence Fisher (que fueron cinco de las siete). Hace un par de noches le tocó el turno a la estupenda El cerebro de Frankenstein, cuyo título original resulta mucho más elocuente e impactante: Frankenstein Must Be Destroyed. El cartel español, que tienen encabezando este texto, me resulta bastante hermoso, por cierto.

Recordemos que la principal característica de los Frankenstein de Fisher respecto al de la Universal era que despojaban del protagonismo al monstruo y lo cedían al Barón, al padre de la criatura. Con perfiles de personalidad diferentes según el título. En la primera, La maldición de Frankenstein, el Barón era un tipo inmoral capaz de todo por sus experimentos; en la maravillosa secuela The Revenge of Frankenstein la inmoralidad se tornaba en amoralidad y se describía al personaje menos decadente y algo más positivo, un dandy moderno y progresista dispuesto a revasar determinados límites (y cuyo epílogo cerraba el círculo físico perfecto entre barón y monstruo). En la tercera entrega fisheriana, la divertidísima Frankenstein created woman, además de romper en cierta medida la continuidad, el doctor era un tipo simpático, de escasos recursos, que se aprovechaba de la situación no sin cierta piedad por su parte. En la siguiente aproximación, es decir, la del filme al que dedico este post de hoy, el monstruo es el doctor.

Lo de que el monstruo es el doctor no lo digo en términos físicos (aunque la máscara que utiliza al principio es suficientemente reveladora). El barón Victor Von Frankenstein es el criminal, el ser maligno. Por eso hay que acabar con él. Nada más empezar la película le vemos asesinar y rebanar una cabeza con una hoz (estupendo ver las salpicaduras de sangre manchar el rótulo donde consta el nombre de la víctima), para luego perseguir, sin ninguna buena intención, al ladrón que se encuentra en su sótano laboratorio. A partir de aquí la maldad del personaje no deja de hacer acto de presencia: practicará el chantaje para con un joven doctor y su prometida (traficaban con cocaína del manicomio en el que trabaja el primero), humillará constantemente a la muchacha, les impulsará a la corrupción criminal, les incitará al asesinato, al secuestro, a ocultar sus cadáveres y, hacia el final, como esplendor máximo de su perfidia, violará a la prometida de su débil y forzado ayudante.

Todo con un único objetivo: conseguir los secretos de un científico del ramo. Éste se ha vuelto loco y está recluido en el manicomio. El Barón, que es un tipo acorralado por la policía, jugará con la que es su afición favorita en esta entrega: el transplante de cerebros. De hecho, por una vez, triunfa: no sólo no hay secuelas sino que el objeto del transplante recupera también la cordura. Ése es el monstruo del filme, que sólo aparece cuando el filme se encamina ya hacia su final. Un cerebro inteligente en el cuerpo de otro hombre que no está nada feliz con la nueva situación y al que le moverá el impulso de la venganza y la autodestrucción ante el rechazo de la que era su esposa. En parte (sólo en parte, y remotamente) un giro más cercano a la obra literaria original que sus predecesoras.

Es casi imposible encontrar personajes positivos. Casi nadie se salva de la quema. Ni la esposa del monstruo, ni el jefe de policia (un inútil engreido), ni la pareja de novios controlados por el Barón. Y luego éste, claro, interpretado de nuevo por un Peter Cushing dominando a la perfección el papel de villano protagonista y desenvolviéndose con soltura en el laboratorio, serrando cráneos y girando berbiquis en éstos. Escenas para el recuerdo también hay unas cuantas. El inicio ya comentado, sin diálogos muy visual, dinámico. Es cosa de reflexionar lo ágiles y físicas que son las imágenes de las películas de Fisher cuando en realidad la cámara apenas se mueve (puesta en el mejor sitio, eso sí); y aún así hay un brio interno, con los personajes moviendose a veces de manera muy física y violenta. Yo es que soy muy devoto de la Hammer. Y para acabar por hoy, un plano que no recordaba y que es estupendo: el de la mano de un cadáver moviéndose por el impetu de un chorro de agua. Estaba enterrado en el jardín y las cañerías subterráneas han revetado. Y ahí está, danzando sin vida. Por cierto, la edición en dividí de zona 1 está muy bien, con sus subtítulos (ver doblada una Hammer es pecado) y su imagen pulidita para disfrutar de los góticos colores de la casa.
