25.5.06

VIDAS AJENAS XVI


La infancia de Juan Gomez Garcia fue como un cuchillo de doble filo. Juan era la persona más feliz del mundo encerrado en su habitación leyendo tebeos del Corsario de Hierro. Su madre llamaba suavemente a la puerta y decía "Juanito ¿Qué quieres cenar?". Siempre respondía lo mismo. "Patatas Fritas". Basaba su alimentación casi exclusivamente en patatas fritas con Ketchup. Juan era la persona más infeliz del mundo cuando salía al exterior. En el colegio se había convertido en blanco de todas las burlas. La hora del recreo era un infierno. Sentado en el banco más cercano a las aulas, aquella media hora se hacía eterna ante el temor de que alguno de aquellos diabólicos jugadores de fútbol se acercara para arrancar, una a una, las páginas del ultimo número de su tebeo. Ni siquiera las patatas fritas del exterior eran tan buenas como las de casa. Los profesores citaban regularmente a su madre para decir siempre lo mismo "Si tonto tonto no es, pero está en las nubes, alelado, y no hace los deberes. Debería prohibirle los tebeos durante una temporada". Pero su madre, que tanto le quería, era incapaz de llevar a la práctica los consejos docentes. Los años pasaban lentamente y la afición de Juan hacia los tebeos se incrementaba. Era casi una adicción enfermiza que le impulsaba a gastar su escaso dinero. En ocasiones incluso robaba a su madre, aunque siempre sospechó que ella lo sabía. Observaba a las chicas desde lejos, sabiéndose incapaz de poseer cualquier tipo de nexo con ellas. A menudo se masturbaba en silencio con bastante remordimiento. Un buen día, leyendo las cartas de los lectores impresas en la segunda de cubiertas de uno de sus tebeos preferidos, descubrió la palabra "friqui". Juan se reconoció de inmediato en aquella descripción. No estaba sólo. Había más personas como él ahí fuera. Aquello fue como una revelación, un luminoso halo de esperanza. Decidió salir a la calle dispuesto a encontrarlos, orgulloso de su recién descubierta condición. El temido exterior parecía igual de incomprensible, pero venció su miedo y traspasó la acera del quiosco, que era lo más lejos que se atrevía a llegar, y por pura necesidad, desde hacía ya más de un lustro. Al girar la esquina de la Avenida Cucufato Pí, un par de operarios de una empresa de mudanzas procedían a subir, a pulso, un piano de cola. La desgracia se cernió, inmisericorde, sobre Juan Gómez Garcia. Uno de los operarios se distrajo observando el trasero respingón de una emigrante dominicana. La cuerda se escurrió de sus manos. El enorme piano de cola inició una caída libre desde un décimo piso. No llegó a estrellarse directamente contra el suelo porque entre éste y el piano estaba Juanito. Su cuerpo se dobló como mantequilla por el impacto. Su cráneo se reventó contra la calzada. Sintió mucho dolor, gente arremolinada y lo último que escuchó fue "la ambulancia no va a llegar a tiempo" mezclado con "Es que estaba muy buena, Manolo". El orgullo friqui de Juanito apenas había durado cinco minutos. "Lo que más me jode de haber muerto es que me he quedado sin saber el final de Perdidos" es el mensaje que, desde el Más Allá, desea enviar a los internautas de habla hispana.

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