1.12.09

WALDEMAR Y EL CÁLIZ DE MAYENZA


Mi padre tenía un proyector de Super 8. Bueno, tenía varios. Ahora sospecho que de tapadillo pasaba películas pornográficas en los bajos de sus locales nocturnos; pero entonces el proyector representaba cine en casa los fines de semana. Recuerdo que le acompañaba a una tienda de las Ramblas donde se alquilaban las películas. Yo cogía el catálogo y me iba directamente al terror, y allí el hombre lobo era el rey. Mi padre era muy permisivo al respecto, al fin y al cabo también le gustaba el género, y aceptaba mis sugerencias. La noche de Walpurgis. La marca del Hombre Lobo. El Espanto surge de la tumba. El mariscal del infierno. Los ojos azules de la muñeca rota. O El jorobado de la morgue, con la que verdaderamente me cagué de miedo.

En aquellos años, mediados de los 70, el terror campaba a sus anchas. En el cine veías a Christopher Lee levantarse de la tumba y al Dr. Phibes cobrar venganza. En casa Vampus y Dossier Negro formaban parte del revistero. El Mortadelo Especial se dedicaba, una y otra vez, al terror. Spider-man encontraba a Drácula. La Universal y el expresionismo alemán eran habituales en el canal UHF (hoy La 2). Y yo zambullía mi necesidad de fantasía en las páginas de Famosos Monsters del Cine. Ahí estaban Drácula, Phibes... y el Hombre Lobo.

Y lo más sorpendente de todo: el hombre lobo era español. No se decía claramente, incluso se camufabla. El nombre del actor protagonista no sonaba español. Las películas nunca pasaban en España. Pero uno lo intuía. Los coches, los prados, los matos, los secundarios, las actitudes. España era el país del hombre lobo, no había duda, y el género vivía una edad dorada. El fantaterror fílmico hispano era como los bolsilibros: sencillo, de andar por casa, con más imaginación que medios, impulsado a golpe de códigos del género (que no tópicos) y con algunas atmósferas conseguidas (esas féminas en camisón corriendo entre neblinas a cámara lenta). Me fascinaba (y eso que aún no había descubierto que en el extranjero eran todas mejores, porque una teta en su momento justo todo lo mejora). Y Paul Naschy era el abanderado, el monstruo patrio que en las páginas de Famosos Monsters del cine se codeaba con Christopher Lee y Lon Chaney.

Ayer murió Paul Naschy. Este año, en Sitges, quiso saludar al público en una sesión en la que nada tenía que ver, y el deseo le fue concedido. Vimos que estaba mal y temimos lo peor, pero aún así la noticia de su muerte parece demasiado rápida. En sus memorias Naschy, o Jacinto, dice que suya fue la idea de hacer un festival de terror en Sitges. Ninguno le creemos, pero Naschy, o Jacinto, era así, su mayor fan: era el mejor, se codeaba con los grandes “en el concierto internacional”, todos los aciertos eran suyos y los fracasos de los otros, porque a su alrededor revoloteaban envidiosos y trepas que pretendían hundir su carrera mientras le trataban con menosprecio, pero él se levantaba una y otra vez como buen deportista. Naschy se creía a sí mismo.

Hoy y mañana leerán que se nos ha muerto nuestro monstruo nacional, nuestro Lon Chaney de andar por casa. E inmediatamente las crónicas girarán hacia la condescendencia: que sus películas eran malas o, incluso, aparecerá la grosera referencia a la caspa. No sólo es una falta de respeto, sino también una mentira.

No voy a decirles que el fantaterror español está lleno de obras maestras, o que todas las películas de Paul Naschy son buenas. No. Pero hubo un momento en que merecían la pena. En que el sentido de la maravilla hacía acto de presencia en medio de aquellos pastiches pOp que aún hoy me resultan deliciosos, y que reivindico con pasión, aunque nunca será tanta como la que movía al Hombre lobo por los montes de una Sierra convertida en Transilvania, en busca del cáliz de Mayenza.

Podemos guardar las balas de plata. Ya no hacen falta.

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