
Una de las lecturas que más me han entretenido este verano ha sido La locura de Dios de Juan Miguel Aguilera. Atraído por su condición de título puntero de la ciencia-ficción española reciente (distinción merecida), según avanzaba en su lectura me invadía la sensación de que los hechos y personajes históricos estaban ahí para que alguien hiciera una gran aventura con ellos. Aguilera envía al monje científico Ramon Llull de aventuras con los almogávares de Roger de Flor, partiendo del sangriento periplo de éstos por tierras de Bizancio. Crossover ficticio, con mucho de pastiche, entre esos dos elementos históricos, añade otro de legendario: la búsqueda del reino del Preste Juan.
Así, en un principio la historia toma forma de novela histórica que muta a gran odisea épica por tierras remotas para luego tomar forma de ficción steampunk (es decir, tecnología a vapor y dirigibles) con gotas de utopía. El penúltimo clímax final es una gran batalla que uno emparentaría con la Espada y brujería si no fuera porque hay mucho empeño en rehuir la fantasía sin más, buscando la verosimilitud racional. Me explico: la aparición de centauros es más propio de la fantasía pura y dura, pero aquí se busca una explicación alejada de lo mágico o mitológico, dentro de los amplios márgenes de la ciencia-ficción. Ahí juega muy bien la figura de Ramon Llull, sacerdote que se resiste a creer en la magia y opta siempre por la razón científica... pero sacerdote católico medieval al fin y al cabo. Ese contraste entre ciencia y religión está muy bien resuelto y los salvajes almogávares añaden toneladas de cruenta epicidad. También es cierto que en ese penúltimo tramo final se produce una avalancha de fantasía que distancia un poco, y por partida doble. Primero con la abultada lista de ingenios industriales del Reino Perdido y segundo, y de seguido, de luchas contra seres míticos enviados por el abisal villano, el Adversario. Un curioso contraste, paralelo al conflicto religioso del protagonista, pero algo excesivo y con mucho de alucinado viaje interior. Afortunadamente, el desenlace recupera el tono inicial y el buen sabor de boca no se resiente. Lo cierto es que La locura de Dios es un frenético no parar de aventuras y sucesos, sabiamente condimentado de chicha, que por tener tiene hasta intrigas palaciegas, y que yo me zampé la mar de contento.