2.9.06
EL FINAL DE LA INOCENCIA
Acabo de releer La Edad de Oro de James Robinson y Paul Smith, y no precisamente porque la haya reeditado Planeta. Tan sólo recordaba la sensación de una grata lectura allá por 1993, cuando la editó Zinco por primera vez. Eran los tiempos del formato llamado Prestige y de las primeras muestras de lo mucho que había marcado el devenir de los superhéroes el Watchmen de Alan Moore. Una influencia que aún perdura y que ha ido evolucionando en un tipo de cómic que me sigue gustando, más que nada porque ha permitido a tipos como Ellis, Millar o Morrison (por citar algunos nombres) utilizar un subgénero pop para jugar con la Sociedad Borderline, a menudo de manera sibilinamente burra.
La nueva lectura me ha reencontrado con un buen tebeo, sin más, en el que además del saber hacer de su dibujante (Paul Smith siempre me ha parecido un artista pulcro y con una clase que tira de espaldas) destaca el uso inteligente a la par que respetuoso del referente al que acude, homenajea y reactualiza su guionista: La llamada Edad de Oro del comic book, que por algo da título a la saga de cuatro números (compilada ahora en álbum). La primera generación de inocentes superhéroes, un mundo de colores y papel barato, fantasía sin límites y nulo sentido del ridículo que tan bien supo recrear Chabon en su novela Las fabulosas aventuras de Kavalier and Clay. La Golden Age, poblada por cientos de héroes la mayoría olvidados, vivió marcada por un par de hechos históricos: la Segunda Guerra Mundial (junto a la que casi nacieron) y el contexto McCarthysta de Caza de Brujas que puso su granito de arena para darle el finiquito, vía Seducción del Inocente, a un buen pedazo de la pop culture a centavo el ejemplar.
Robinson recupera unos cuantos de esos personajes, no los más conocidos ni poderosos (ahí está sabio el tipo), les da una vida tormentosa como fórmula para la humanización: adicciones tóxicas (genial reinterpretación de Hourman como un junkie de la píldora Miraclo que le otorga sus poderes), crisis de pareja, obsesiones, carencia de autoconfianza o paranoia (tan propia de la época). Los trae de vuelta de la Segunda Guerra Mundial, con la pesadilla atómica como pecado no sólo a expiar sino que pesa sobre el ideal superheroico (bonita paradoja: Hiroshima y Nagasaki en un mundo de superhombres), retirados de su vida pública y con uno de ellos, gris y de cuarta fila, Mr. America (también conocido como el Americommando) entregado a la carrera presidencial con un discurso repleto de paranoia atómica, caza de brujas y anticomunismo furibundo.
Hay bastante metalinguismo referencial en ese contexto político: si esa persecución ayudó a liquidar un mundo de fantasía inocente empijamada, aquí forma parte de la trama, se incluye entre las viñetas e incluso induce a una reflexión ya conocida, el de unos EEUU que a los pocos años de abanderar la lucha contra el fascismo se dedica a perseguir a sus propios súbditos ante la sospecha de disidencia política. Y me resulta terriblemente divertido que en esa seriedad que envuelve a todo el tebeo el bueno de James Robinson termine por acudir al villano más carismático de la Golden Age de una forma bastante socarrona. Y es que oigan: un tebeo en el que entra en juego el cerebro vivo de Adolf Hitler siempre será un buen tebeo.
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