1.11.08

UN INFIERNO DE ALEGRÍA Y OPTIMISMO

«Como disponía de mucho tiempo traté de de encontrar suficiente material de lectura para aguantar. Moose Jaw era por aquel entonces un pueblo sin porvenir con dos gasolineras y una estacion de autobuses. La mayoría de los libros en rústica que había en la estación de autobuses eran populares novelas de suspense y relatos de detectives, pero había un género de ficcion que ocupaba mucho espacio en los estantes de los libros. Se trataba de la ciencia ficción, que entonces vivia su gran auge de la posguerra.

Hasta entonces yo habia leído muy poca ciencia ficción, aparte de las historietas de Buck Rogers y Flash Gordon de mi infancia en Shanghai. Más tarde me enteraría de que la mayoría de escritores profesionales de ciencia ficción británicos y estadounidenses eran grandes admiradores del género desde sus primeros años de adolescencia, y muchos iniciaron su carrera escribiendo en fanzines y asistiendo a
convenciones. Yo fui uno de los poquísimos que se acercó a la ciencia ficción a una edad relativamente tardía. A mediados de los cincuenta, había unas veinte revistas de ciencia ficción comerciales que se vendían mensualmente en Estados Unidos y Canadá, y las mejores estaban en las estanterias de Moose Jaw.

Algunas, como Astounding Science Fiction, la primera en el sector tanto a nivel de ventas como de prestigio, estaban dedicadas profusamente a los viajes espaciales y los relatos sobre un despiadado futuro tecnológico. Casi todos los relatos transcurrían en un futuro muy lejano, en el marco de naves espaciales o planetas extraterrestres. Aquellas historias sobre planetas, en las que la mayoría de personajes llevaban uniformes militares, no tardaron en aburrirme. Como precursoras de Star Trek, describían un universo colonizado por el imperio de Estados Unidos y convertido en un infierno de alegría y optimismo, un barrio residencial estadounidense de los cincuenta lleno de buenas intenciones y habitado por vendedoras de Avon con trajes espaciales. Sorprendentemente, todo ello resultó ser una acertada predicción.
Por suerte, había otras revistas, como Galaxy y Fantasy & Science Fiction, cuyos relatos se desarrollaban en el presente o un futuro muy proximo, extrapolando las tendencias políticas que todavía resultaban evidentes después de la guerra. Los peligros de una televisión pública sumisa, la publicidad y el panorama mediatico estadounidense eran su terreno. Analizaban con gran perspicacia los abusos de la psiquiatría y la política dirigida como una rama de la publicidad. Muchos relatos eran divertidos y pesimistas, con una superficie de ingenio mordaz que ocultaba un mensaje totalmente desolador.

Me fijé en ellos y empecé a devorarlos. Alli había un estilo de ficción que trataba sobre el presente, y a menudo era tan elíptico y ambiguo como las obras de Kafka. Aquella literatura reconocía la existencia de un mundo dominado por la publicidad de consumo, en el que el gobierno democratico se transformaba en relaciones publicas. Era el mundo de coches, oficinas, autopistas, lineas aéreas y supermercados en el que realmente vivíamos, pero que se hallaba ausente por completo en casi todas las obras de ficción seria. En una novela de Virginia Woolf nadie llenaba el depósito de gasolina de su coche. En una de Sartre o Thomas Mann nadie pagaba después de que le cortaran el pelo. En las novelas de Hemingway de la posguerra nadie se preocupaba por los efectos de la exposición prolongada a la amenaza de la guerra nuclear. La simple idea era absurda, tanto como lo es ahora. Los escritores de la llamada narrativa de ficción seria compartían un rasgo dominante: su narrativa trataba ante todo de ellos mismos. El yo se hallaba presente en el seno de la literatura moderna, pero ahora tenia un poderoso rival: el mundo cotidiano, que poseía el mismo componente psicológico y era igual de proclive a los impulsos misteriosos y a menudo psicopaticos. Aquel terreno siniestro, una sociedad consumista que podía desembocar en otro Auschwitz u otra Hiroshima, era el que estaba explorando la ciencia ficción.

Por encima de todo, el género de la ciencia ficción tenía una enorme vitalidad. Sin idear un plan de acción, decidí que era un campo en el que tenía que entrar. Advertía que allí había un tipo de literatura que valoraba mucho la originalidad y concedía una gran libertad a sus autores, muchos de los cuales tenian estilos y enfoques característicos. También me parecía que, a pesar de su vitalidad, la ciencia ficción de las revistas estaba limitada por su tendencia a especular «¿Qué pasaría si...?», y que el género estaba listo para el cambio, por no decir para la conquista absoluta del mercado. A mí me interesaba más abordar el «¿Qué pasa ahora?». Después de cruzar la frontera los fines de semana, me di cuenta de que tanto Canadá como Estados Unidos estaban cambiando répidamente, y en su debido momento ese cambio alcanzaría incluso a Gran Bretaia. Interiorizaría la ciencia ficción, buscando la patología que subyacía bajo la sociedad de consumo, el panorama televisivo y la carrera de armamento nuclear, un enorme continente intacto de posibilidades ficcionales. O eso pensaba yo.»
Fragmento de Milagros de Vida. Una Autobiografía, de J.G. Ballard (Mondadori, 2008)

Con la lectura de este fragmento inició Rodrigo Fresán la interesante charla sobre Ballard que mantuvo con Jordi Costa hace unos días. Un excelente complemento a la exposición del CCCB (aviso: finaliza el domingo). Jordi también se refirió a la visión iniciática del escritor, que haciendo prácticas de forense con un cadáver percibió que debía utilizar el género para tumbar la sociedad en la camilla y proceder a quitar capas de piel y carne. Proceder a la autopsia.

Se habló de Ballard como escritor que evolucionó hacia el realismo sin que eso supusiera un trauma con su obra anterior, sino todo lo contrario. Al fin y al cabo su anticipación siempre fue de cinco minutos en el futuro. A mí marcó hace muchos años la lectura de Rascacielos, pero curiosamente tardé bastante en darme cuenta de ello.

Se habló de Kubrick como cineasta que hubiera trasladado a la perfección el universo del escritor, sin olvidar a Cronenberg, claro (en el caso del canadiense el rastro ballardiano no se limita a Crash). Se habló de Ballard, Philip K. Dick y Warhol como trío imprescindible para entender las tres últimas décadas. Y se habló, también de un Palahniuk que no hubiera existido sin Ballard.

El turno de preguntas, pero, se agotó rápido, y yo me quedé con un par de temas por formular. Curiosamente ambos de índole geográfica: Primero por la España de Ballard, que vivió en Málaga unos años, los suficientes para ambientar Noches de Cocaina en una urbanización para guiris ingleses. Al fin y al cabo, España, como país especializado en el sector terciario, es un país Ballardiano. Y segundo por el Extremo Oriente, tan importante en su vida. Marcó su obra, pero al mismo tiempo no dejo de ver que el futuro que espera a sociedades como la China, Corea del Sur o Japón es, probablemente, el futuro más ballardiano de todos.

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