Nacido en 1966, pertenezco a una generación que pudo disfrutar de los cómics Disney. De pequeño con la colección Dumbo. No sé muy bien cómo llegaban a casa los ejemplares, pero ahí estaban. En esos años la cosa era un poco así: sin querer reunías una amalgama de tebeos sin saber en muchos casos su procedencia. Tenía una veintena de Dumbos pero no recuerdo ser yo quien los comprase. Luego, unos años más tarde (1976), apareció Don Miki, revista mítica para muchos que disfruté en sus primeras entregas. La cosa me fue un poco justa y cuando aparecieron las revistas de cómics para adultos ya no hubo marcha atrás, y más cuando se era adolescente.
La colección Dumbo se nutría principalmente (luego matizo) de comic books norteamericanos de los años 50, y casi todos los números incluían alguna de las historietas largas realizadas por Carl Barks. Don Miki, por su parte, se alimentaba de material italiano. Este origen europeo no es motivo de desprecio, ya que la tradición Disney en el fumetti italiano es enorme, muy popular y de bastante calidad. De hecho, la pervivencia aún hoy sin problemas del tebeo italiano en los quioscos empieza por las revistas Disney y continúa con Bonelli. Qué envidia. Aquí, en un plis plás, ni siquiera habrá quioscos.
Así que entre Dumbo y Don Miki me empapé de tebeos Disney durante buena parte de mi infancia. No era mi vitamina principal pero me empapé lo suficiente para apreciar que no se trataba sólo de salchichas facturadas de manera industrial por una multinacional y sus franquicias. O al menos no lo eran una parte de ellas. En Dumbo, por ejemplo, estaban las historietas de Super Goofy. Hoy no me despiertan mucho interés y seguramente no lo tienen realmente, más allá de ser una lectura entretenida para infantes. Bueno, miento. Sí hay un interés por mi parte, y es que Goofy es uno de los muchos héroes que se drogan para alcanzar superpoderes, en concreto a través de una especie de judías mágicas. Algún día tengo que encontrar tiempo para escribir largo y tendido sobre Héroes y Drogas en la cultura pOp; pero retomemos el hilo.
También había historietas de Patomas, es decir, de Donald haciendo de Fantomas, del que tengo buen recuerdo. Esta versión enmascarada de Donald era de procedencia italiana y su nombre original, Paperinik, más que al personaje inmortalizado por Feuillade remitía a Diabolik. Y por supuesto encontrabas también aventuras de Mickey, aunque reconozco que nunca sentí pasión por él. Años más tarde, en la revista Totem Calibre 38, descubrí que el ratón estrella de Disney también tuvo una brillante etapa en las viñetas, a cargo de Floyd Gottfredson y de su sucesor Romano Scarpa. Ni Dumbo ni Don Miki las publicaron (creo), así que acabaron apareciendo en una excelente (y breve) revista dedicada al cómic policíaco y por méritos propios. Anoten el dato.
Pero la estrella de aquellos tebeos eran las historietas del Pato Donald. No sólo él, sino todo el fascinante universo que se construía a su alrededor: Patolandia (o Patoburgo, según traducciones). Ahí estaban sus tres sobrinos (aplaudí cuando en una entrega de Los Invisibles de Morrison recitar sus nombres se convertía en un poderoso conjuro mágico, así que digan conmigo: “Juanito, Jorgito y Jaimito”) y otros personajes como Narciso Bello, Ungenio Tarconi, el clan McPato o los maravillosos delincuentes conocidos como Golfos Apandadores (de estos hay muchos ahora, en nuestra dimensión). Pero, por encima de todos ellos se alzaba la figura del Tío Gilito, en cierta forma el verdadero protagonista de todas estas historietas. La imagen de este pato tacaño y multimillonario bañándose en su acorazada piscina de dinero en efectivo no es sólo un icono pOp de los tebeos, también lo es del capitalismo salvaje. Creo recordar que según Forbes es el personaje de ficción más rico del mundo.
En los tebeos de Don Miki, los autores italianos hacían suya Patolandia, y lo hacían con dignidad y respeto. Pero el verdadero padre y creador de todo este universo era Carl Barks, que lo desarrolló en los comic books de Disney de los años 40 y 50; y era en la Colección Dumbo donde se publicó buena parte de aquel material. Historietas como Andes lo que andes no andes por los Andes (Dumbo 7), Por una mala cabeza (Dumbo 52) o Un pobre rico (Dumbo 87) son pequeños tesoros a tener en cuenta. Regresé a ellas años más tarde gracias a Don Rosa y su maravillosa saga La Juventud del Tío Gilito. Lo hice, eso de subir a lo alto de la estantería y recuperar mis viejos y agrietados Dumbo, porque en estas nuevas historietas se acudía a hechos del pasado allí citados y narrados (la búsqueda de oro en el Yukon, por ejemplo). Así era. Don Rosa llevó a cabo una esmerada reconstrucción de la vida de Tío Gilito a través de todo lo que había contado Carl Barks, y lo hizo además con un dibujo que, siendo fiel al canon Disney, dejaba entrever ciertas influencias del comix underground. Tampoco es tan raro, ya que aquella generación de autores era, a su vez, deudora en parte del legado gráfico de Carl Banks.
Mi amor por los patos resulta así la mar de justificado. No se trata sólo de nostalgia por placenteras lecturas juveniles potenciadas por el hecho de que uno, ya entonces, intuía su calidad. No. También tienen la consideración unánime de clásicos del cómic que, encima, se mantienen bastante frescos. Todo esto explica que cuando se anuncio que Salvat iba a recuperar la Colección Dumbo como coleccionable para quioscos me invadiera el entusiasmo. En twitter grité un par de veces: “¡Comprad, leed alguno, que esto es mucho más bueno de lo que aparenta!”. Hoy me arrepiento. Me arrepiento porque buscando información, chafardeando por la red qué se decía, me llevé un disgusto muy grande. Descubrí que las historietas de Carl Banks que allí se publicaron (y que se reeditan hoy), no eran de Carl Barks. O no exactamente. Eran calcos de Carl Barks. A la industria española del tebeo de aquellos años le salía más barato encargar a un par de negros que pusieran papel de calco sobre los tebeos de Banks que trabajar con los materiales originales. Los defectos y borrones de trazo que atribuía a una impresión barata e industrial (de esos también había) eran en realidad traiciones a la obra original. ¿Qué valor tiene hoy una reproducción idéntica, facsimilar, a como fue editado a finales de los 60? En término de recuperación de un clásico del cómic, de un patrimonio cultural, es una aberración.
Arriba, el Carl Barks original. Debajo, Carl Barks calcado y mal impreso.
En España hemos maltratado a los patos y le hemos dado la espalda a Patoburgo. Así nos va. La edición de Ediciones B de La juventud del Tío Gilito de Don Rosa es prácticamente inencontrable, y encima incompleta. Sería muy feliz con un integral, pero a estas alturas pocas esperanzas de verlo guardo ya. Y si pienso en cómo gestionó Planeta los derechos de publicación hace algunos años, no muchos, me subo por las paredes. Vale, se atrevió con una Biblioteca Carl Barks, que se pretendía íntegra y cronológica. Me temo que fue peor el remedio que la enfermedad. Esos gruesos tomos sólo podían interesar a los iniciados. ¿Cuántos somos? ¿Tres? ¿Cuatro? El orden cronológico no seducía y el coloreado digital era un espanto. La cancelación fue rápida e indolora. Ni siquiera me cabreé porque desde el primer momento supe que no habría largo recorrido. Además, ya había agotado todos mis gritos de rabia tras el cierre, también inconcluso, del genial Popeye de Segar. Con eso sí que habría podido matar a alguien.
Hace un par de días estuve tocando y pasando hojas a los dos volúmenes que en EEUU ha editado Fantagraphics con los patos de Barks. Ambas ofrecen un puñado bien seleccionado de la mejor época de la serie remasterizada con esmero. ¿Tan difícil sería ver algo parecido por aquí? Eso parece. Así que debemos conformarnos con la recuperación piedra a piedra de un material que quizá fue válido hace casi cincuenta años pero que hoy es infame. Y no sólo porque sean dibujos calcados y mal impresos. También está el orden y el concierto, la rotulación mecánica o que los patos sólo ocupan unas veinte páginas y el resto son materiales poco excitantes.
La operación de Salvat es una descuidada artimaña comercial que tiende la trampa de la nostalgia. Y yo, que apreció revisitarla, me cago hoy en la nostalgia.
Y luego está Mariquito López.
Mariquito López es un personaje que me inquieta. Ya de pequeño sus historietas en Dumbo me producían un extraño rechazo. Así que lo miro de reojo. Hoy sé que su nombre original es Bucky Bug y que fue creado por Earl Duvall en 1932 para las primeras Silly Symphonies los cortos animados de la primera era Disney; de hecho, fue el segundo personaje de la Casa tras Mickey Mouse. Eso me lo explica todo. En esas animaciones se oculta algo malvado o atávico. No sé explicarlo, pero de sus emanaciones se alimentan el Frank de Jim Woodring o el Waldo de Kim Deitch. Eso prueba que tengo razón. Además, Mariquito López hablaba en ripios pareados y todo lo que rima es verdadero. Mejor no se acerquen a él, oculta cosas.