Por fin reemprendo mi revisión cronológica de los filmes de Godzilla tras una larga ausencia. Y lo hago con la que toca, la última de las producciones dirigida por Jun Fukuda: Cibergodzilla, Máquina de Destrucción (Godzilla vs Cosmic Monster ; Gojira tai Mekagojira; 1974). Dado el tiempo que ha pasado desde la anterior entrega de la saga (no cuento la novedad de Final Wars ni el interludio kingkonesco) es bueno situarnos rápidamente: tras los años dorados de Inoshiro Honda en los 60 (pese a una despedida tan atroz como La isla de los Monstruos) la serie clásica degeneró en los 70 con una extraña entrega psicodélica, con el paradigma del aburrimiento monstruil y con el epítome de la infantilización del género. Podríamos decir que, pese a las virtudes ausentes comentadas en su momento, Godzilla estaba bajo mínimos y algo había que hacer.
Ante ese panorama la Toho pensó en un retorno a los orígenes que, visto ahora, resulta bastante convincente y sirve, por ejemplo, para reivindicar la figura de Fukuda, el director cuyo nombre provoca sarpullidos en los fanes más cejijuntos porque en realidad no había para tanto. Cibergodzilla supone el reencuentro con el Fukuda de los 60, el de Los Monstruos del Mar. Así que sí, que estamos ante una buena entrega dentro de los márgenes lógicos: es la treceava peli del saurio (con el desgaste que eso supone, que no lo resisten ni Jason ni Bond), el esqueleto del guión es el de siempre, los presupuestos están ajustados (aunque son dignos en comparación con los precedentes) y, en definitiva, que es una peli de monstruos gigantes, coño. Para otras cosas ya tienen a Antonioni.
Los rasgos más característicos de la película que hoy nos ocupa son: la ausencia total de niños; el tono profundamente japonés, aunando tradición con modernidad; el pupurrí de géneros; el falso regreso a la maldad de Godzilla; la presentación de dos nuevos monstruos antagónicos por naturaleza, y la violencia como no se había visto hasta ahora en la serie. Así que les detallo un poco más.
Gorgo y Superman se citan en Tokio había marcado el punto más alto en la infantilización del personaje. Insistir o profundizar en ello resultaba imposible si no se quería caer en los humillantes terrenos propios de la decadencia de Gamera. Así que la inexistencia de niños a lo largo de todo el metraje es parte fundamental del pretendido Back to the origins. La película busca y consigue, en todo momento, un tono de seriedad pulp que hacía años había perdido. Otra forma de ahondar en ese querido tono adulto (siempre en el marco de una peli japonesa de monstruos gigantes, insisto) es aumentar la dosis de sangre y violencia. Aquí los monstruos sangran, señores. A Anguirus le revientan la mandíbula y vomita sangre, a Godzilla le sale a chorros como si de una película de samurais de serie Bé se tratara, al malo alienígena también, aunque lo que le sale (a presión y de la garganta) sea una sustancia negra y de eterea liquidez. No sólo eso, las peleas entre humanos y alienígenas también resultan bastante desagradables. La primera de ellas, por ejemplo, está rodada cámara en mano y montada de manera confusa a base de primeros planos de los dos tipos revolcándose y retorciendose por el suelo, es larga de cojones, más de tres minutos (casi como si la de la hitchcockiana Cortina rasgada se tratara, aunque en esta ocasión en vez de horno de gas hay agua hirviendo).
Quizá lo más sutil sea el profundo tono japonés, que intenta aunar tradición y modernidad. Tamaño contraste ya queda claro con los títulos de crédito iniciales: la pantalla divide las imágenes en dos partes alternas: una son fotografías de ancestrales templos y construcciones niponas, la otra franja es de colores llamativos sobre los que se superponen los nombres de los actores. El resultado es una amalgama de pop art mondrianesco y respetuosa tradición que culmina con la estatua del King Seesar, a la postre el monstruo mitológico del film. La cosa continúa con los descendientes de la familia real Azumi de Okinawa, el abuelo y la nieta, ejercitando una especie de teatro kabuki para turistas hasta que la nieta (encarnada por Barbara Lynn, una actriz coreana famosa por sus películas de subido tono erótico bisexual hasta el punto de ser conocida como la Dietrich asiática) sufre pavorosas visiones de caos y destrucción.
Ese contraste entre tradición y modernidad se hace evidente con los dos nuevos monstruos que se presentan en el filme, cada uno en las antípodas del otro. King Seesar es un monstruo mitológico que regresa de su descanso para salvar Okinawa. Inspirado en una leyenda local, lo cierto es que una vez renacido el bicho resulta del todo patético en su diseño, al menos a ojos occidentales: una mezcla de pequinés y león con orejas puntiagudas que se mueven y una larga cola terminada en una especie de redondo felpudo. Además, es un disfraz la mar de homínido, sin los quilos de latex de otros monstruos, dando a los movimientos del tipo disfrazado una agilidad a la que no estamos acostumbrados. También tiene mucho de Mothra, con eso de que sea defensor territorial y, sobre todo, con que la forma de despertarlo sea una canción de pop nipón setentero (de mas de tres minutos).
El otro monstruo, el que representa la modernidad, es Mekagodzilla, que ya estaba yo tardando en mentar a la estrella del filme de la misma manera en que tardaron los de la Toho en aplicar la idea. Hay que pensar que robot gigante ya lo hubo en The Mysterians en 1957 (Moguera), que Mazinger Z estaba entonces en pleno esplendor y, sobre todo, que el recuerdo del Mekanikong aún permanecá en las retinas de los espectadores. De hecho, Mekagodzilla es su hijo directo, una versión robótica que lanza rayos por los ojos y por el pecho, además de estar provisto de inacabables misiles en sus veinte dedos. Y encima vuela. El monstruo, aquí bautizado como Cibergodzilla, pretende, además, heredar el tono del Godzilla villano de las primeras entregas, sólo asi se entiende que durante parte del metraje vaya disfrazado de Godzilla auténtico, sin motivo argumental realmente aparente, hasta que el bueno de Anguirus decida desvelar el misterio, poniendo en riesgo su propia vida en la última de sus apariciones en la saga hasta hace bien poco. Lo cierto es que Mekagodzilla resulta un monstruo estupendo que pone entre las cuerdas a nuestro saurio favorito.
Godzilla, por su parte, luce bastante hermosote e incluso hará un par de cosas inéditas: curará sus heridas en Monster island a base de rayos en plena tormenta y, como arma secreta ante su metálico enemigo, se convertirá en un potente imán viviente para desesperación del malo de la función "¡Pero bueno, ahora qué pasa!". Y eso sin contar que su primera aparición se produce emergiendo, por sorpresa, del interior de una fábrica.
La historia es la de siempre, pero yo no me canso de verla. De nuevo un grupo de alienígenas, en esta ocasión procedentes del "Tercer Planeta del Agujero Negro" (!), se proponen invadirnos con la ayuda de un monstruo gigante, en este caso cibernético. Teóricamente son mucho más listos y desarrollados que nosostros, pero sólo teóricamente: cuando Mekagodzilla se estropea se ven obligados a acudir a un científico terrestre para que lo arregle. Los extraterrestres siguen la deliciosa tónica del pulp de opereta tradicional hasta ahora. Visten trajes de plexiglás con tonos metálicos, tienen una base secreta subterránea llena de lucecitas, monitorizan sucesos a distancia (aunque no se enteran de la mitad, como demuestra lo fácil que es tomarles el pelo) y obedecen ciegamente a su líder, un tipo con la mitad de la cara manchada de negro, que fuma puros cubanos, bebe cognac en copa y no hace otra cosa que reírse megalómanamente mientras explica sus planes en voz alta. Como ya pasara en otras ocasiones, cuando mueren revelan su verdadero aspecto, en esta ocasión se trata de gorilas, no hay que olvidar que la saga de El Planeta de los Simios estaba entonces en pleno apogeo.
A las pinceladas de tradicionalismo nipón, a un monstruo mitológico y otro mecánico, a la base argumental clásica de alinígenas invasores que controlan monstruos, hay que sumar todo un pupurrí multigenérico que mezcla momentos cercanos en su clima al cine de terror, una larguísima trama de inspiración muy bondiana, con agentes secretos de la Interpol jugando al equívoco, terremotos subterráneos (en realidad Anguirus avanzando hacia el Monte Fuji), expediciones geológicas (encabezadas por una chica con pantis y botas setenteras, y es que es tiempo de ser cool hasta la muerte), pinturas rupestres proféticas, numerosos planos de esos tan imaginativos con que nos sorprenden los japos cuando se ponen a hacer serie bé, un cierto tono de duelo de spaguetti western en la lucha monstruil final (con un movimiento de cámara ya célebre que luego les detallo), predicciones y enigmas ancestrales ("cuando el Sol salga por el Oeste la piedra se colocará la estatua en la piedra sagrada del castillo Azumi").
Los efectos especiales están mejor que en entregas anteriores. Es cierto que las escenas de destrucción urbana han dejado de existir y en su defecto los escenarios son páramos desolados o la clásica instalación industrial presta a ser consumida por llamas y pisotones, pero a cambio se rehuye casi totalmente el uso de sobrantes y trozos de películas anteriores, cosa que lastraba mucho las últimas escenas pese a ser todo un divertimiento para el fan (mira, esto es de Destroy all Monsters) además de un ejemplo modélico de ahorro a la japonesa. Hay que destacar el enorme uso de fuegos de artificio: la película es un auténtico festival de rayos y centellas, incendios y explosiones, que tiene su traca al final con Mekagodzilla haciendo uso a la vez de la totalidad de su arsenal. Esto es una fiesta mayor y no lo que se ve en algunos pueblos del Mediterráneo. A ello hay que sumar la divertida banda sonora compuesta por el maestro Masaru Sato y repleta de lounge exótico, trepidantes ritmops de thriller bondiano, tambores tribales y hasta una especie de bolero de Ravel.
Para acabar, y antes de una selección de imágenes comentadas, me gustaría llamar la atención sobre la pipa del profesor Miyajima (interpretado por Akihito Hirata, un clásico de la sci-fi de la Toho). El tipo fuma en una pipa fabricada con aleación de metales radioactivos, nada menos. Además, se separa en dos partes convirtiéndose en una terrible arma que crea ondas electromagnética. Andar por el mundo fumando tabaco en semejante artefacto es del todo temerario. Él mismo lo explica: "la hice un día que me aburría. Se puede separar y crea ondas electromagnéticas que destruyen todos los electrodos que tiene a su alrededor". ¡Viva la ciencia pajera!
"Sin duda se trata de titanio espacial"
King Seesar levanta las orejas
El ídolo Azumi
Metalenguaje: Godzilla on the tv
Mekagodzilla se disfraza
Anguirus las pasa putas
El jefe de los malos
Juraría que en King Kong se escapa sale el mismo plano
El hocico de Mekagodzilla
Godzilla recarga sus pilas en Monster Island
Cantando a King Seesar
King Seesar despierta
El inacabable arsenal de Mekagodzilla
King Seesar juega al escondite
El rayo pectoral de Mekagodzilla
La famoso travelling spaguetti-western en tres fotogramas
Duelo de titanes
Fabricando el escudo protector
Mekagodzilla también vuela
Godzilla también las pasa putas
Godzilla en plan samurai
Godzilla es un imán viviente
Dos contra uno ¡Así cualquiera!
Desenroscando a Mekagodzilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario