Por esas cosas de la vida he debido marchar de Sitges 48 horas antes de lo previsto. La experiencia de diez días de cine ininterrumpido (y crónicas escritas deprisa pero sin falta) son complejas de acometer cuando se tiene una familia que atender, pero también una experiencia más sufrida de lo que parece. La butaca se convierte en tu compañera para bien o para mal, y uno, sin querer, acaba por sufrir extrañas ausencias mentales. Es lo que llamo la depresión festivalera, que acomete hacia la media semana, cuando empiezan a aflorar los ladrillos y uno comienza a plantearse que hace ahí, sentado, tragándose una película tras otra sin acabar de entrar en ninguna.
Supongo que sabrán que Moon arrasó en los premios. Yo, por una cosa y por otra acabé por no verla, como suele pasarme desde hace años. No es la única que quise ver y no pude, pero es que Sitges es inabarcable. De hecho, no hay un único festival sino varios y paralelos. Está el de la crítica profesional, obligada a ver las películas a concurso. Está el Sitges pijo del Auditorio. Y luego está el Sitges de El Retiro y El Prado, los cines del pueblo, y sus secciones paralelas de cine asiático y/o extremo con nocturnidad y alevosía. Yo picoteo de aquí y allí, como puedo, y luego cuento lo que veo con un criterio que se difumina según avanzan los días.
Este año, más que nunca, resulta evidente que Sitges es un éxito. El segundo día de festival, el viernes 2 de octubre, descubrí con pasmo que buena parte de las sesiones del segundo fin de semana estaban agotadas. No sólo eso, nunca antes vi tanta gente en las sesiones de entre semana. Y nunca antes lució un sol veraniego durante tantos días seguidos. Las míticas tormentas que incomunicaban la población con la urbe no han hecho acto de presencia, y supongo que eso se nota. Entre una cosa y la otra, un 20% más de gente que el año pasado, y curiosamente con una sala menos y con un recorte en la cantidad de títulos proyectados que uno agradece.
Bueno parte del éxito de Sitges es que la reconciliación con su seña de identidad está plenamente consolidada. Sitges sufrió mucho en los 90, cuando la etiqueta del fantástico y el terror (y aportes esquinados como el cine oriental y la animación) era como una peste que restaba glamour y calidad. Ahora que se sabe y reconoce como festival de género, posiblemente el mejor del mundo, el público abarrota las salas y las multinacionales apuestan por el certamen. También es cierto que Hollywood (y no sólo éste) parece abocado a la fantasía y el terror.
Angel Sala anunció en la rueda de prensa que sería un festival muy uniforme, y así ha sido. En realidad, ha faltado una gran película. Casi todo lo programado tenía razón de ser, y casi todo era visionable con agrado, pero nunca hasta ahora me había enfrentado a una rutina tan grande en las historias que desfilaban ante mí. Siempre más de lo mismo, todo canónico y sin sorpresas (pero muy superior al truñismo que imperó en el certamenhace una década , ojo). Quizá por ello mi preferida sea ese Canino griego que me llevó por inauditos caminos de surrealismo cruel. Pero eso no es cine de género. Tampoco debo quejarme de la manufactura de cajón. De hecho es un error hacerlo. El género es reiteración de arquetipos y clichés, y de ellos se alimentan. Quizá el problema esté en que nos los quieran contar de nuevo cuando los tenemos más que asumidos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario