Para mí, el terror auténtico, en oposición a los monstruos y demonios, comenzó una tarde de 1957. Acababa de cumplir diez años. Y resulta apropiado decir que estaba en un cine: el Stratford Theater, situado en el casco antiguo de Stratford, Connecticut.
La película de aquel día era y es una de mis favoritas de toda la vida, y el hecho de que estuvieran pasando ésa también resulta de lo más apropiado. La sesión matinal de aquel sábado en el que empezó el auténtico terror consistía en La tierra contra los platillos volantes (Earth vs. The Flying Saucers, Fred F. Sears, 1956), protagonizada por Hugh Marlowe, en aquel momento conocido principalmente por su papel como el rechazado y furibundamente xenófobo novio de Patricia Neal en Ultimátum a la Tierra (The Day the Herat Stood Still, Robert Wise), una película de ciencia ficción de 1951 sin duda mucho más racional.
Aquella tarde de sábado en Connecticut los ocupantes de los platillos volantes tenían un aspecto y se comportaban de un modo mucho menos amistoso que Klaatu, el alienígena de Ultimátum a la Tierra. Los extraterrestres de La tierra contra los platillos volantes traían consigo rayos de la muerte, destrucción y, en última instancia, guerra a escala total. En 1951, Klaatu vino a nuestro planeta para extender la mano de la amistad y la fraternidad. Los extraterrestres de 1957 sólo vienen para conquistar; la última armada de un planeta moribundo, viejo y avaricioso, en busca no de paz sino de saqueo.
Justo cuando los platillos volantes estaban preparando su ataque contra la capital de nuestra nación en el último rollo de la película, todo se detuvo repentinamente. La pantalla quedó en negro. El cine estaba lleno de chavales, pero asombrosamente apenas hubo protestas. No hubo envoltorios de dulces volando hacia la pantalla ni cajas de palomitas convertidas en trompetas. Nada de todo eso sucedió aquel día de octubre. La película no se había estropeado; sencillamente, alguien había apagado el proyector. Y a continuación las luces de la sala comenzaron a encenderse; algo completamente inaudito. Permanecimos allí sentados, mirando a nuestro alrededor, parpadeando ante las luces como si fuéramos topos.
El encargado salió y se situó frente a la pantalla levantando las manos (innecesariamente) para pedir silencio. Seis años más tarde, en 1963, recordé ese momento cuando, un viernes de noviembre por la tarde, el conductor del autobús que nos llevaba a casa desde la escuela nos dijo que habían disparado al presidente en Dallas.
Permanecimos sentados en nuestras butacas como si fuéramos monigotes, observando al encargado. Parecía nervioso y pálido… o quizá sólo fueran candilejas. Permanecimos sentados preguntándonos qué clase de catástrofe podía haberle llevado a detener la proyección de la película justo cuando estaba a punto de alcanzar esa apoteosis de todas las sesiones matinales: «lo bueno». Y el modo en el que le tembló la voz al hablar no hizo nada por tranquilizar los ánimos de ninguno de nosotros.
− Quiero deciros −dijo con aquella voz temblorosa− que los rusos han puesto en órbita alrededor de la Tierra un satélite. Lo llaman… Espudnik (sic).
Esta información fue recibida con un silencio absoluto y sepulcral. Sencillamente seguimos allí sentados, todo un cine repleto de chavales de los cincuenta. Cortando aquel horrible y absoluto silencio se alzó una voz chillona, ignoro si de chico o de chica; una voz próxima a las lágrimas pero que también estaba llena de una ira aterradora:
− ¡Oh, vamos, pon la peli, mentiroso!
El encargado ni siquiera miró el lugar del que había surgido la voz y, en cierto modo, aquello fue lo peor de todo. En cierto modo, aquello lo demostraba. Los rusos nos habían derrotado en la carrera espacial. En algún lugar por encima de nuestras cabezas, lanzando pitidos de triunfo, volaba una pelota electrónica construida y lanzada desde el otro lado del telón de acero. Estaba allí arriba… y lo llamaban “Espudnik”. El encargado permaneció allí un instante más, mirándonos como si deseara tener algo más que decir pero no se le ocurriera nada. Después se marchó y poco después la película volvió a empezar. Para mí, fue el final del dulce sueño… y el comienzo de la pesadilla. En ese nuevo contexto la película se reanudó en Stratford, con las ominosas, gorjeantes voces de los extraterrestres resonando por todas partes: Mirad el cielo… un aviso llegará del cielo… mirad el cielo…
La Tierra contra los platillos volantes se convirtió en una declaración política simbólica. La historia de unos invasores del espacio de cartón piedra se convirtió en un avance de la guerra definitiva. Los monstruos avariciosos y retorcidos que pilotan los platillos volantes eran en realidad los rusos; la destrucción del monumento de Washington, el Capitolio y el Tribunal Supremo (mostrada con el desasosegante realismo de la técnica de animación stop-motion de Harryhausen) no era sino la destrucción que uno podría esperar cuando finalmente cayera la bomba atómica.
Reconstrucción de la maravillosa anécdota que sirve a Stephen King como hilo conductor del primer capítulo del lúcido y recomendable ensayo Danza Macabra (Intempestivas, Valdemar, 2007). Se han suprimido los numerosos fragmentos no relacionados directamente con la anécdota relatada.
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