En la pictorrecopilación narraglífica de Daniel Clowes editaba por Mondadori hace bien poco hay una pareja de detectives que son marido y mujer. Él es un gran investigador y sobre la cama del jefe de policía hay unas bragas idénticas a las de su mujer, que orina con olor a espárragos. Hay un conejo azul, un niño que espía a una hermanastra que odia a su padre putativo y una sintética adaptación del caso de Leopold y Loeb. Hay un fracasado poeta mediocre que odia a la exitosa poetisa meodiocre y un tendero chino antipático. Una artista plasta en ciernes, una tardoadolescente gilipollas y un crítico de cómics. La pictorrecopilación narraglífica es apaisada, es bonita y se sustenta en todos esos inumerables momentos que no vemos, en la dimensión en la que habitan las páginas mientras les das la vuelta para leer las siguientes. Y en esas personas abstractas y aburridas que habitan (habitamos) la sociedad borderline, que deberían ser felices pero que, por exceso de felicidad ausente, se arrastran por una pequeña ciudad con los ojos perdidos en la vacuidad del universo en un precioso ejercicio metalinguístico. Es como viajar en transporte público y recibir flashes telepáticos de las tristes existencias que tienes ante tus ojos. Ice Haven es una puta maravilla.
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