"Todos nos morimos por entregar nuestras vidas quizá a Dios o a Satán, a la política o a la gramática, a la topología o a la filatelia; lo que sea es secundario para esta voluntad de entregarse de forma total".David Foster Wallace, escritor brillante que al final se hizo una especie de regalo.
La noticia que trascendió ayer fue ciertamente un palo. El escritor David Foster Wallace se había ahorcado. Fue un palo porque era brillante, era pOp y era imprescindible; porque me gustaba mucho y porque era algo que yo no esperaba en absoluto, tomando así la forma de lo inexplicable, que es cosa que siempre perturba. Y porque además tengo muy reciente la lectura de Hablemos de Langostas, cuya edición de bolsillo acompañó mis últimos días de vacaciones y sobre la que hoy, precisamente hoy, quería escribir alguna cosa rapidita. Vayamos, pues, por partes.
Foster Wallace me gustaba mucho. Tengo casi todos sus libros editados por aquí, aunque algunos pendientes de leer (no sólo por mi falta de tiempo, también porque no me gusta repetir universos de seguido si puedo evitarlo y espacio mucho a los autores). Se le considera discípulo aventajado de Pynchon, pero ahí debo callar dado que no he leído a este último. De hecho, la vertiente del Foster Wallace como autor de ficción es un debe por mi parte, dado que se limita a Entrevistas Breves con Hombres Repulsivos (que en muchas de sus páginas toma forma de no ficción); y La Broma Infinita, tremendo mamotreto de más de mil páginas, embellece mis estanterías desde que se publicó, con las páginas sin abrir por el vértigo que me produce. Ahora ya sé qué leeré el próximo verano.
Foster Wallace me arrebataba como escritor de no ficción, veía en él el ardor del Nuevo Periodismo. La lectura de Algo Supuestamente Divertido que Nunca Volvería a Hacer fue tan gozosa como lo fueron mis primeros acercamientos a los reportajes de Tom Wolfe o Hunter S. Thompson hace ya más de dos décadas. Sus textos sobre Lynch en el rodaje de Carretera Perdida (fragmento), sobre su experiencia en un crucero de vacaciones (maravillosa descripción del turista americano que daba nombre a la antología) o su visita a un feria de la America Profunda (fragmento) arrancaron risas y admiración por igual, y de paso nos regalaba un ensayo básico sobre la televisión (E unibus plural) como principal vehículo de cohesión social entre narradores y espectadores, en un ejercicio de autoengaño voyeur del escriba practicado en el marco de una sociedad adicta al espectáculo.
Decía que para mí el impacto de la noticia se magnificaba por lo inesperado. Ahora leo en el obiturario de El País que hace años se sabía de sus pulsiones suicidas. Yo no tenía ni idea. De hecho, ahora que lo pienso nada me había llevado a interesarme por su vida privada, quizás porque su figura acaba apareciendo en sus reportajes, porque hablara de lo que hablara acababa por estar presente y uno veía colmado así el interés por su persona. Fue ayer cuando contemplé su aspecto por primera vez: melenas grunge para alguien a quien yo había idealizado (del todo erróneamente) como una especie de dandi elitista y algo pijo. La culpa de tamaño desatino por mi parte venía seguramente de su desbordante pasión por el tenis, que había practicado casi profesionalmente en su juventud. No me encajaba en los parámetros de escritor atormentado y suicida porque sus reportajes a menudo rebosaban de humor, cinismo e ironía y me arrancaban carcajadas, y yo siempre he considerado todo eso, especialmente el humor, como un arma definitiva y poderosa contra los males del mundo y del alma. Vale. También los cómicos se suicidan, pero déjenme con la ilusión.
Ahora que hecho la vista atrás me doy cuenta que su estilo alambicado, que tomaba forma física en su gusto por los pies de página constantes (en un infinito hipertexto estilístico), que detalles de la personalidad que emanaban de esa presencia (hoy ya fantasmal) en los reportajes, eran muestras de que Foster Wallace era pura obsesión. Y también recuerdo que Entrevistas Breves a Hombres Repulsivos era una lectura dura, áspera y desesperada sobre el ser humano y sus rincones oscuros (y que incluía un breve cuento cuyo título he copiado para el de este obituario). O que el hecho de que su última antología publicada en España, como siempre muy bien traducida por Javier Calvo, incluyera algo tan sibilinamente destructivo como un artículo sobre la ética de cocer vivas a las langostas que tenía como primer destino una revista gastronómica de cualité.
Leí hace pocas unas semanas Hablando de Langostas y, además de su crónica de los premios de la industria del porno norteamericana, del éxito de las tertulias radiofónicas neocones o de su reveladora e indispensable visión de la campaña de McCain en las primarias republicanas de hace 8 años (y que muestra que el McCain actual es otro, un candidato domesticado), me sorprendía especialmente como me despertaba tamaño interés con textos dedicados a la obsesión (de nuevo ahí y yo sin enterarme) extrema por la lengua inglesa, el humor en Kafka o la reseña de una biografía (obsesiva, ai) sobre Dostoievski. Me sorprendía que me agarrara y encadenara a sus libros con temas así. En fin, que es por cosas como esa que lo voy a echar de menos: no habrá más reportajes y ensayos de Wallace, y algún día me quedaré sin su ficción, toda esa que anda por casa en las pilas de lo pendiente. Es evidente que mi perspectiva será ya diferente, carente de toda inocencia.
Otros obituarios de interés:
Alvy Singer
El Emperador de los Helados
Doña Sara Ingram (a quien he robado alguna imagen)
Hasta en ADLO! le lloran.
En Guerra eterna se explica bien y breve la genialidad de su texto sobre McCain
Nota: la cita del inicio está sacada de esta reseña de La Broma Infinita.
1 comentario:
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