13.5.05

LARS VON TRIER ES UN HIJO DE PUTA



El pequeño absencito ha estado aparcado algunos días con su abuela, allá en la costa. Esto nos ha permitido a doña absenta y a mí poder ver una película cada noche, tirados en el sofá, durante unos pocos días. Además, las condiciones eran idóneas para poder ver películas más largas de lo habitual y de un tirón. Le tocaba escoger título a doña absenta. Lo tuvo muy claro desde el primer momento: “hoy toca Dogville”.

Lars Von Trier me cae mal. Le tengo cierta tirria. Tiene pose de autor por encima de la masa, de artista que está aquí para enseñarnos lo que es el cine inteligente, que no me acabo de creer. A veces pienso que sólo es un extraño sentido del humor, ironía y ganas de provocar. Pero ahí está, dando la sensación de estar por encima del bien y del mal y “vistiendo sus filmes de arriesgadas propuestas destinadas a liberar al cine de estilemas y corsés narrativos”. Propuestas éstas que hacen que se me ericen los pelos de la nuca por la desconfianza. Cuando doña absenta dijo “hoy toca Dogville” se me erizaron los pelos de la nuca.

Juro por todos los dioses del averno que mi predisposición para ver las películas de Lars Von Trier es la óptima, es decir, negativa, distante, recelosa. En serio, lo juro. Las meto en el reproductor o me siento en la sala del cine con el deseo de que sean un puto tostón, un ejercicio pedante y elitista para enteradillos de la vida; con la esperanza de, una vez acabada la proyección, sonreir y poder exclamar “menuda pijada y tomadura de pelo nos ha endilgado el danés listillo ésté”. Por desgracia, casi nunca es así. Lars Von Trier es un hijo de puta. Asume riesgos y provocaciones estilísticas y narrativas con ánimo epatante y de “qué listo soy” y el muy cabrón sale bien parado, a mis ojos. Demasiado bien parado. Dogville (en su versión extendida, ojo, no concibo otra) me ha encantado y me hizo pasar un rato estupendo. Me cago en la puta.



El tipo propone una puesta en escena que puede tirar para atrás a las primeras de cambio. No hay escenarios. Es una película desnuda. Seguramente teatral (tampoco lo tengo muy claro). Una cancha de basquet con cuatro telas blancas de fondo y ni una edificación. Cuatro líneas de pintura de brocha gorda en el suelo para simular las casas y cuatro elementos decorativos. Y punto. Todo eso para explicarnos la historia de una fugitiva que, en tiempos de la Gran Depresión, llega a un perdido pueblo de las montañas, de escasos 15 habitantes y se presta a ser acogida, protegida por ellos. Lo que me hizo disfrutar del filme es que tras el parapeto escénico acude al drama de bajos instintos. Los humanos juegos de poder, miserias, humillaciones y venganzas que, bien pulsados, hacen que el espectador se meta en la película y, en el fondo, saque lo peor de sí mismo. Y el hecho de prescindir de unos bonitos paisajes, de un cuidado diseño artístico obliga a poner toda la atención en esas pulsiones. Mola. Y del parapeto escénico te olvidas a la media hora de película. Y ahora, si me lo permiten, voy a espoilear un poco el filme, a comentar algunas cosas que desvelan la trama y parte de su conclusión, así que si no han visto la película y quieren verla tan virgen como lo hice yo lo mejor es que den por concluido este post.

Explicada en forma de cuento por un narrador en off (John Hurt), y ya se sabe que los buenos cuentos son perversos, la idea de la comunidad idílica y rural que acoge y aprecia a la desprotegida fugitiva enseguida se percibe como falsa. El poder que sobre una sola persona tienen los habitantes saca a relucir paulatinamente sus miserias, su falsa bondad, los demonios que habitan ocultos en el interior de cualquier comunidad humana. Que además sea una extraña al grupo social aún las acrecienta más. La chica será poco a poco humillada, violada, convertida en esclava sexual y laboral. Los más cercanos acaban siendo los más crueles. Y uno se lo cree porque hay parte de razón. Y la comunidad vive con tranquilidad en su conciencia porque visten la situación con la corrección política necesaria. Se merece ese trato y el trato es justo. Nada que no pase en nuestro modelo social. Y ojos que no ven corazón que no siente.

Lars Von Trier, que es un hijo de puta, juega, además, al disfrute de exponer visualmente las vejaciones a las que somete a la protagonista. Lars Von trier, que es un hijo de puta, insisto, disfruta mostrando a una Nicole Kidman a la que le sienta de maravilla el papel de estoica y pálida hembra desprotegida a la que torturar, esclavizar y forzar sexualmente. Se recrea en tan folletinesca artimaña pop. No sólo eso, cuando en la conclusión del filme la protagonista puede cobrarse venganza, consigue que el espectador desee que así sea. Que sufran los malparidos, y como más, mejor. Cuando en realidad los malparidos somos nosotros, que hemos disfrutamos de la situación (en el filme y en la realidad).



En el fondo, la película no deja de tener un terrible halo bíblico y mesiánico. El personaje de la Kidman no deja de ser una versión femenina de Jesucristo llegado al pueblo para “sufrir y hacer suyos nuestros pecados”. La gran diferencia es que no hay perdón expiatorio. El personaje, en una conclusión en cierto modo esperada, no es hijo de Dios sino del mismísimo Diablo. Asume su papel y se cobra justa venganza por los pecados de la comunidad con una especie de plaga biblíca cruel, violenta y desalmada (el diablo no tiene alma, claro). Que una vez sucedido ésto, suene el Young Americans de Bowie mientras vemos fotografías de homeless, marginados y pueblerinos norteamericanos de los años Treinta o de la actualidad, (bueno, Nixon también se cuela por enmedio) no deja de ser una divertida provocación para con los espectadores estadounidenses (aunque deberíamos incluirnos, ciertamente). ¿Quienes son esos pobres: los habitantes del pueblo o la Kidman? ¿Merecen, deben, ser exterminados como propone el personaje? Brutal, en serio. Lars Von Trier es un hijo de puta.

Y luego, para acabar, está el personaje del joven escritor. El defensor de la Kidman en el pueblo. Su platónico amante secreto. Su valedor. Quien traza las propuestas y formas de relación entre la comunidad y la extraña a la que acogen. En realidad quien las viste formalmente. En la práctima resulta ser el personaje más mezquino de todos. Ejerce de demiurgo hipócrita. Sabe lo que pasa y lo que va a pasar. Que la jauría de perros (el nombre del pueblecito es elocuente) se la va a comer. Y lo permite y lo instiga sibilinamente, autoengañándose, porque así tiene buen material para poder escribir una novela. Un hijo de puta. Como Lars Von Trier.

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