1.1.08

DOS MIL OCHO


2008 empezó mal, a qué negarlo. El brutal atentado de París, el 11 de enero, no sólo generó barbarie y revueltas sino que también hundió el mercado hipotecario europeo y fulminó la liquidez bancaria. Jacinto Buenaventura contemplaba las escenas de pánico que vomitaba la televisión con la calma relativa que caracteriza a todo funcionario de la Agencia Tributaria. El avance de la yihad en Pakistán tampoco ayudaba demasiado a templar la situación. La masacre de las tropas españolas en Afganistán catapultó a Rajoy a la presidencia del gobierno, pero a los pocos días su incapacidad como líder era insultante, aunque para ser sinceros tampoco Bush o Sarkoszy parecían salvaguarda de nada. A mediados de mayo recibió la notificación. El vínculo que le unía al estado como trabajador a su servicio quedaba temporalmente suspendido. Temporalmente. Já. Jacinto descubrió pronto su instinto de supervivencia y los inesperados brotes de violencia de los que era capaz. Dejaba a Manuela y Guille en casa y bajaba a la calle casi contento de poder aligerar el estrés a base de hostias por comida. No tardó en asaltar el museo de armas medievales de su ciudad y hacerse con una amplia provisión de armamento. El caos lo era todo, y aumentó cuando el gobierno de Islamabad cayó en manos de los talibanes. Israel apenas tardó unos minutos en desplegar su arsenal atómico sobre Oriente Medio. Pakistán respondió, aunque, por alguna razón que se le escapaba a Jacinto, también bombardeó Pekín (y La India, claro). Putin, quizá el único lider de raza caucasiana que parecía tener cojones, cortaba el suministro energético a media Europa. Hacia el verano, Jacinto regresó de una salida de supervivencia para encontrar los cadáveres de un par de chinos en la entrada de su casa. Ningún rastro de su familia. Lo inaudito es que sus armas y buena parte de sus reservas de comida seguían intactas. Y aún más inaudito le pareció el alivio por despojarse de sus seres queridos. Fortificó como pudo el apartamento, un tercero segunda, y se dedicó a contemplar por televisión e internet el fin del mundo. Le sorprendía que siguieran funcionado y que el suministro eléctrico fuera bastante regular. Le aterrorizaba el avance de cientos de miles de subsaharianos hacia el Mediterráneo y, en especial, la cuenta atrás en distancia kilométrica que a menudo era la única programación televisiva. En otoño observó por la mirilla como un grupo de hombres violaba a una mujer en el rellano y se masturbó por primera vez en meses. Las noticias empezaron a recrearse cada vez más en casos aislados de canibalismo y entonces lo leyó en internet. Que empezaran a comerse unos a otros con rabia inusitada no era desesperación. Alguna de las muchas partes en conflicto había soltado un virus que se propagaba a mordiscos, quizás con la idea de diezmar a la humanidad por la vía rápida. Jacinto respiró aliviado. Acarició esperanzado su edición especial de Dawn of the Dead, cubrió su cuerpo con la cota de malla robada del museo, colocó ballesta y munición a su espalda, enfundó la espada y agarró, feliz, el hacha de doble filo mientras salía al exterior para acabar, de una vez por todas, con tanta tontería.

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