30 días de noche (30 Days of Night; David Slade, 2007)
No leí el tebeo de Niles y Templesmith, así que nada puedo decir desde el punto de vista de la adapatación. El filme en sí me ha entretenido, pero poco más. Tiene un par de cosas que me gustan: la idea de partida es buena; es una historia de supervivencia grupal, una debilidad personal que tiene en Hawks y Carpenter cultivadores ilustres; transcurre en un lugar dominado por la nieve y me fascina el terror blanco. Así que las remisiones a La Cosa y Vampiros es patente. Pero al mismo tiempo, creo que falta o falla algo. Los vampiros, de corte animal pero nulos desde el punto de vista sexual, tienen una estética neogótica poderosa, aunque a estas alturas es algo que me resopla parcialmente los cojones. Sale un émulo de Renfield, eso sí. Y luego está ese final, moral y heroico, que me molesta no tanto porque acuda al amor como motor, y a la disolución del matrimonio como verdadera tragedia a remontar, sino porque sucede sin emoción. Está explicado y justificado, pero no me funciona. Aún así, la película es visible y entretiene medianamente.
Los ojos del mal (See No Evil, 2006)
Gregory Dark es un caso curioso y a tener en cuenta. Viene del porno noventero, donde inició la serie de las New Wave Hookers así como algunas de las secuelas más malsanas de The Devil in Miss Jones, y hace poco se descolgó con este splatter más que aceptable y cargado de detalles. Los Ojos del Mal inicia los títulos de crédito, tras un prólogo, con la cámara introduciéndose por una podrida cuenca ocular vacía, toda una declaración de intenciones: el ojo humano siempre ha de tenerse en cuenta cuando se hace cine de horror. El leitmotiv, de hecho, recuerda a un interesante giallo español, Los ojos azules de la muñeca rota (Carlos Aured, 1973), en el que el psicópata de turno se dedicaba a extraer los globos oculares de sus víctimas. Es cierto que Gregory Dark hace gala del mismo estilo videoclipero patente en su producción de sexo hardcore, pero a cambio nos entrega un body count con muchos elementos a tener en cuenta: las víctimas no pertenecen al colectivo de jóvenes puros que descubren el sexo y mueren violentamente, sino que son una muchachada procedente de un presidio y que se hallan en labores de reconstrucción de una vieja y abandonada mansión; la mansión fue una estructura dedicada al sexo perverso y al mal, plagada de túneles secretos (ya saben: las arquitecturas del horror me interesan, y también los abandonos); el psicópata es una bestia imparable (similar al Myers de Rob Zombie) movido por la religión y la aversión al pecado (que le es propio); no falta el obligado edipismo; tenemos un héroe tullido, aunque doblemente pues no encontrará el enfrentamiento con su pasado al que parece destinado (lo cual es muestra clara de cómo maltratar a un personaje); pero, lo mejor de todo, y por si lo anterior no tenía tintes morales, me encanta que sea el chaval más indigno y pecador el que acabe por resultar heroico, algo que a todas luces no se merece: venir del porno es lo que tiene.
Feast (John Gulager, 2005)
Hay al menos dos tipos de gore en el cine occidental: el de raíz cultural protestante y el católico. El primero siempre acaba por acudir al humor negro sin subterfugios, el segundo siempre resulta ominoso y no ofrece ese asidero. Feast pertenece claramente al primer tipo, que, ojo, no es fácil aunque se puedan mentar numerosas obras maestras al respecto. En ese terreno la película funciona modestamente, al menos en los sofás donde doña absenta y quien esto firma soltaron un par de sonoras carcajadas y pasaron un rato entretenido. Feast es una serie bé muy muy serie bé; en cierta forma parece una explotación de la excepcional Planet Terror (aunque desconozco y me despreocupo en indagar si mi intuición es correcta). Acude al grupo encerrado y asediado por un monstruo (un grupo muy numeroso), y a la estética de la cantina tejana perdida en el desierto; la voluntad es absolutamente desmitificadora (pero consigue no pasarse de los límites aunque los exceda); y en algunos momentos la acción es difusa (aunque en una película de bajo presupuesto ese es un justificado medio para abaratar costes). Anda por ahí Henry Rollins haciendo de psicólogo para la mejora del capitalismo borderline o el muy televisivo y ya anciano Clu Gulager (que imagino abuelo del director), y sobre todo resulta muy curioso el trío de productores ejecutivos: Ben Affleck, Wes Craven y Matt Damon. Feast tiene tres elementos que la justifican plenamente por burra que sea: la extracción explícita de una cuenca ocular (el ojo, de nuevo), el asesinato gratuito de un niño y, especialmente, una cópula entre monstruos, algo que debería ser más común de lo que ha sido a lo largo de la historia visual del género.
Hostel Part II (Eli Roth, 2007)
En la Mansión Ausente nos hemos declarado al menos en un par de ocasiones personas entusiastas de Hostel. Muy entusiastas. Es por eso que el visionado de su segunda entrega despertaba todo tipo de expectativas. Vaya por delante que se vieron ampliamente colmadas y no puedo más que aplaudir rabiosamente. El arte de las secuelas es vital para entender la subcultura de derribo, ya que es ahí donde alcanza su máxima expresión, y plantearse una secuela de Hostel que vaya más allá de la simple matemática beística tiene su intríngulis. Dado que ya conocemos el parque temático esloveno, se ahonda en su gestión turística; se cambia el sexo de sus protagonistas (algo, que, curiosamente, engrandece a la primera); y se convierte a un par de amigos del turismo antiestrés en coprotagonistas de la historia. Esto último es uno de los aciertos de la película, esa visión casi paródica del american psycho de Easton Ellis, el ejecutivo del capitalismo borderline como psicópata de fin de semana e igual o más estúpido que sus víctimas, matarifes trajeados carentes de la clase que desborda el cameo del caníbal italiano, Ruggero Deodato, que junto a la aparición de Edwine Fenech rinde tributo al eurotrash como material de partida. Detalles como el baño de sangre a la Bathory o una castración explícita como hacía tiempo no se veían redondean la película y sus intenciones.
The Gravedancers (Mike Mendez, 2006)
La sorpresa de todos estos visionados estivales es esta fantástica y muy recomendable historia de fantasmas y cuento de horror con regusto a vieja escuela pero no carente de posmodernidad pese a su clasicismo. Hay maldición por bailar punk en cementerios, hay fantasmas de psicópatas, hay cazafantasmas con aparatos y sensores, y realiza un creo que voluntario recorrido por multitud de estéticas del mundo fantasmal fílmico: una cromática pálida y fría la emparenta con títulos setenteros, incluye algún momento de clara inspiración oriental y, sobre todo, se cierra con un final de fiesta que acude a los 80s con desparpajo y alegría, e incluso deja por en medio momentos de visión nocturna y/o monitorizada. Lo cierto es que la disfrutamos mucho. Hay también, como en 30 días de noche, una subtrama moral alrededor de la institución del matrimonio, pero a diferencia de aquella aquí ni molesta ni ofende, sino todo lo contrario: se convierte en un elemento más que fortalece el resultado.
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