Una adolescencia sin Lovecraft es una adolescencia incompleta. Con dieciséis años creo que leí todos sus relatos, o casi. Y los disfruté. Alguien debería analizar porqué si uno llega por primera vez al genio de Providence convertido en un adulto de tomo y lomo tendrá más difícil arrebatarse en sus abisales horrores. En cambio, y a cambio, si uno disfrutó de sus cuentos antes de cumplir la veintena, nunca volverá a ver el mar en un ocaso tormentoso sin pensar en las pavorosas criaturas que habitan en las profundidades, y sin dejar de percibir la humedad y la brisa marína como algo más que una fragancia de la naturaleza. Es lo que me pasó el año pasado cuando releí La Sombra sobre Insmouth, probablemente su obra maestra.
Otra cosa que me cautivaba de Lovecraft en mi adolescencia (una adolescencia en la que yo era tan gilipollas que ante la pregunta “¿qué quieres ser de mayor?” respondía “escritor”) es ese juego autoreferencial a las dimensiones primigenias dominadas por Chtulhu, esa construcción de un universo compactado a base de partes. Lovecraft no esta tan lejos de Joyce (y seguro que Robert Antón Wilson lo afirmaría feliz) y de Cervantes (y al Necronomicon pongo por testigo aunque eso me condene a la noche de los tiempos) en la conformación de la literatura (pos)moderna, y aún así, y antes que nada, era pulp. Con esa idea del círculo de escritores pajeros formada alrededor de Weird Tales, pasándose cuentos de unos a otros e incluso continuándolos. O gestando conexiones que nos llevan por Arthur Machen, Willian Hope Hogdson, Poe o incluse Jules Verne: recordemos esa extraña e inaudita trilogía que conforman Arturo Gordon Pym, La esfinge de los Hielos y Las Montañas de la Locura.
Otra cosa que me cautivaba de Lovecraft en mi adolescencia (una adolescencia en la que yo era tan gilipollas que ante la pregunta “¿qué quieres ser de mayor?” respondía “escritor”) es ese juego autoreferencial a las dimensiones primigenias dominadas por Chtulhu, esa construcción de un universo compactado a base de partes. Lovecraft no esta tan lejos de Joyce (y seguro que Robert Antón Wilson lo afirmaría feliz) y de Cervantes (y al Necronomicon pongo por testigo aunque eso me condene a la noche de los tiempos) en la conformación de la literatura (pos)moderna, y aún así, y antes que nada, era pulp. Con esa idea del círculo de escritores pajeros formada alrededor de Weird Tales, pasándose cuentos de unos a otros e incluso continuándolos. O gestando conexiones que nos llevan por Arthur Machen, Willian Hope Hogdson, Poe o incluse Jules Verne: recordemos esa extraña e inaudita trilogía que conforman Arturo Gordon Pym, La esfinge de los Hielos y Las Montañas de la Locura.
La celebración del 70 aniversario de la muerte del creador de los Mitos de Cthulhu que ha propulsado de improviso La Petite Claudine me pilla lejos de la biblioteca ausente (plagada de mohosos y polvorientos volúmenes sacados de estranquis de la universidad de Miskatonic) pero muy cerca del mar (aunque sea el Mediterráneo, alejado estéticamente de la inmensidad atlántica al tiempo que, probablemente, más muerto). Que sea una celebración compulsiva e inmediata, de las que gusto de apuntarme de manera arrebatada (busquen por ahí a los New adláteres o los Trajes de gorila) me obliga a aportar un granito, aunque sea aferrado a mi escasa memoria y a la siesta de absencito.
Un recurso fácil sería acudir al pantanoso terreno de la adaptación lovecraftiana, tan extraña e irregular, y hablarles de la alejada reconstrucción reanimante, a la que no por alejada del universo del de Providence hay que restar méritos... pero supongo que coincidirán conmigo en que ese Herbert West es otro, y quizá por ello se atrevió Stuart Gordon con la más cercana From Beyond, por la que siempre sentí simpatía y que no reviso desde hace dos décadas, al igual que Granja Maldita, betosa y ochentera visita al Color que cayó del cielo. Ahora que lo pienso, suelo sentir simpatía por todas ellas. Incluso soy capaz de defender Dagon: La secta del mar como una más que digna adaptación, además de sentir cierta fascinación por The Dunwich Horror más allá de sus lisérgicos títulos de crédito, del mismo modo que reivindico El Palacio de los Espíritus, La Maldición del Altar Rojo (Barbara Steele, ñam ñam) o esa joya de Ricardo Freda que es Caltiki, el Monstruo inmortal. Por no hablar de En la boca del Miedo de Carpenter. Es curioso como muchas de ellas introducen el elemento sexual, aunque sólo sea por su carácter de explotaciones pop de derribo. No se me ocurre pensar en otro instinto más alejado de Lovecraft que el sexo (y eso me llevaría a mi inicial reflexión sobre la adolescencia). Ni siquiera pensaba hablar de aproximaciones recientes como la neoexpresionista The Call of Cthulhu o la irregular The Birthday de Eugenio Mira. No. No.
Yo pensaba más bien en como la influencia de Lovecraft es básica en la conformación de la cultura pOp. Supongo que es a esto a lo que se refiere Tones cuando habla de reivindicar obviedades y redundancias. Los libidinosos tentáculos de Urotsukidoji son Lovecraft. Alien es Lovecraft. Conan es Lovecraft. Las setas de Inoshiro Honda son Lovecraft. Vampirella es Lovecraf. Evil Dead es Lovecraft. Dark Water es Lovecraft. La Criatura de la Laguna Negra y los Humanoides del Abismo son Lovecraft. Godzilla es Lovecraft. Toda masa, informe y/o con tentáculos, es Lovecraft. Esa extraña sensación de húmeda podredumbre que sube por sus pantorrillas mientras leen esto es Lovecraft. En definitiva, y por cerrar un círculo, Fulci es Lovecraft. Y no me pregunten razones. Y respecto a Lovecraft como hijo de la sociedad borderline... ¿Se han parado ha pensar que el poeta loco Abdul Alhazred era tan árabe como Osama Bin Laden? Efectivamente: el óxido y la corrosión propias de la sociedad Post-Industrial también son... Lovecraft.
No hay comentarios:
Publicar un comentario