El 4 de Noviembre de 1979, comenzó como cualquier otro día en la embajada estadounidense en Teherán. El personal pasaba por el control de seguridad bajo un cielo gris, los marines ocupaban sus puestos, y el cotidiano grupo de manifestantes anti-americanos se agolpaba a las puertas de la embajada cantando "Allahu akbar! Marg bar Amrika!"
Mark y Cora Lijek, una joven pareja en su primer destino diplomático, ya conocían los eslóganes – Alá es grande! Muerte a America! – y habían aprendido a ignorar el estruendo mientras continuaban con sus tareas. Sin embargo, las protestas eran más ruidosas de lo normal. Y cuando uno de los trabajadores locales entró diciendo que había “un problema en la entrada,” supieron que aquella mañana iba a ser diferente. Estudiantes militantes comenzaron a trepar por los muros del complejo de la embajada. Alguien forzó la puerta principal, y el reguero de manifestantes se convirtió en una inundación. La muchedumbre se dispersó rápidamente por los veintisiete acres que ocupaba el recinto, portando carteles con la cara del Ayatola Jomeini. Tomaron la residencia del embajador y se dirigieron a las oficinas de la cancillería donde se encontraba la mayor parte del personal de la embajada.
En un principio, los Lijeks tenían la esperanza de que el edificio del consulado en el que ellos trabajaban pasaría desapercibido. Debido a unas recientes reformas, la planta baja estaba prácticamente vacía. Quizás nadie sospecharía que doce americanos, unas docenas de empleados iraníes y unas pocas personas que habían ido allí a solicitar un visado estaban en la planta alta. En el grupo se encontraba el cónsul Joseph Stafford, su asistente, su esposa Kathleen y Robert Anders, el responsable de la sección de visados.
Todos intentaron mantener la calma, incluso continuar trabajando como si nada. Pero cuando se fue la luz, el pánico se extendió por el edificio. Los trabajadores iraníes, quienes conocían la predilección de los revolucionarios por los pelotones de fusilamiento, se prepararon para lo peor. “Hay alguien en el tejado”, dijo un empleado iraní temblando. Otro aseguró oler humo. La gente comenzó a sollozar en la oscuridad, convencidos de que los militantes quemarían el edificio. Fuera, el rugido victorioso de la multitud era ensordecedor. Había ocasionales disparos. Era el momento de huir.
Los americanos destruyeron las placas utilizadas para fabricar los sellos de los visados, organizaron un plan de evacuación, y dirigieron a todo el mundo hacia la puerta de atrás. “Saldremos en grupos de cinco o seis”, dijo el sargento de los marines al mando. “Los locales primero. Después, las parejas casadas. Después, el resto”. El edificio del consulado era el único en el recinto que contaba con una salida directa al exterior. El objetivo era llegar hasta la embajada británica, a unas seis manzanas de allí.
Llovía a cantaros cuando abrieron las pesadas puertas de acero. Afortunadamente, la calle estaba vacía. Un grupo se dirigió hacia el Norte, para ser capturado momentos después y devueltos a la embajada a punta de pistola.
Marchando hacia el oeste, los Stafford, los Lijeks, Anders y varios iraníes evitaron ser detectados. Casi habían conseguido alcanzar la embajada británica cuando se toparon con otra manifestación. Un nativo del grupo aconsejó de inmediato – “no vayáis por ahí” – y se confundió con la multitud. En zig-zag, el grupo se dirigió al cercano apartamento de Anders, pasando en un momento dado por unas oficinas utilizadas por el komiteh, una de las auto-proclamadas bandas armadas de revolucionarios que controlaban gran parte de Teherán.
Cerraron la puerta y encendieron la pequeña radio de Anders, un dispositivo estándar de “escape y evasión” que les conectaría con la red de emisión de la embajada. Los marines graznaban frenéticamente, tratando de coordinarse. Alguien con el nombre en código de Palmera proporcionó una descripción a vista de pájaro de la toma de la embajada. “Están trayendo rifles y armas dentro del recinto”. Quien hablaba era Herny Lee Schatz, un agregado diplomático en temas de agricultura, quien observaba la escena desde su oficina en el sexto piso de un edificio al otro lado de la calle frente a la embajada. “Las están descargando de unos camiones.”
La crisis Iraní de los Rehenes, que duraría 444 días, sacudiendo la confianza de América y hundiendo la campaña por la reelección de Jimmy Carter, había comenzado. Los americanos pronto se verían atormentados por el rostro severo de Jomeini; militantes islámicos bien armados harían desfilar rehenes con los ojos vendados en todos los noticieros nocturnos, amenazando con juzgar a los capturados como “espías”. Todos recuerdan a los 52 americanos atrapados en la embajada y su fallido intento de rescate unos meses después, el cual terminó con el desastroso choque de un helicóptero militar en pleno desierto iraní. Pero no muchos conocen los largamente clasificados detalles de la implicación de la CIA en la fuga de otro grupo empujado bruscamente a una ciudad hostil y sumida en los coletazos finales de una revolución.
A las tres de aquella tarde, las cinco personas refugiadas en el pequeño apartamento de Anders comprendieron que se encontraban en un buen lío. A medida que los militantes tomaban el control, se escuchaban cada vez menos voces en inglés por la radio. Nombre en clave Palmera había huido. Los últimos puntos de resistencia en los sótanos de la chancillería retransmitieron su rendición y las únicas voces que podían escucharse hablaban sólo en farsi. La embajada estaba perdida. Los fugados habían sido abandonados a su suerte.
Mascarada en Oriente Medio (II)
Mascarada en Oriente Medio (Intro)
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