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4.2.07
ACNÉ DE MUERTOS
Hace ya unos meses subía al Blog Ausente uno de esos textos que me llenan de orgullo, La Peluda Espinilla teen Que Cambió Hollywood, dedicada a loar un título clave en la historia de las bé-movies: I was a teenage Werewolf. Básicamente, les decía que se trataba de una piedra filosofal gracias a la cual tanto la AIP como el visionario Herman Cohen descubrieron que hacer cine pensado (bueno, tampoco exageremos) para adolescentes podía ser enórmemente rentable. Y en los terrenos de la exploitación fílmica el siguiente paso era tan lógico como ir de la A a la Bé: explotar el filón. Y si justo un año antes la Hammer había triunfado con la fundacional La maldición de Frankenstein, la cosa era más que evidente: el siguiente título de la saga quienceañera debía ser I Was a Teenage Frankenstein.
En un visionado rápido y poco atento, este Frankenstein adolescente puede parecer muy por debajo de sus dos referencias. Y es evidente que jamás superará a la adaptación hammeriana; pero, en realidad, resulta una muy disfrutable peli de monstruos cincuenteros plagada de detalles deliciosos. Pero lo cierto es que no disfrutó del mismo éxito en taquillas y que lo habitual es referirse a ella como una obra menor, una mera explotación de una bé-movie de éxito. La clave de su olvido es, precisamente, la ruptura que supone ante su predecesora (quién lo iba a decir) al desdibujar, por error en la elección del monstruo, el vínculo teen que unía al hombre lobo con su público. Es decir, en aquella era evidente que el espectador atómico adolescente podía identificarse con Michael Landon, con el joven rebelde que se convertía en licántropo. Pero... ¿Quién coño se va a identificar con un puñado de restos humanos adheridos entre sí contra natura? Si a eso añadimos que el verdadero protagonista, como no puede ser de otro modo, es el mad doctor (por excelencia), es lógico que el Frankenstein adolescente levantara menos pasiones: es un filme mucho más adulto que su predecesor, y, por lo tanto, un filme de título engañoso, demasiado para el palurdo con tupé que llevaba a su chica a ver (o medio ver) películas al autocine.
El esqueleto argumental es de sobras conocido, así que como digo hay que escarbar en los revestimentos para encontrar las virtudes, que las tiene y no pocas. Buena parte de los méritos del filme se deben a la solvencia de Whit Bissell encarnando al descendiente del Barón Frankenstein (no me pregunten cómo es que la saga familiar ha ido a parar a la Norteamérica rural), repitiendo el papel de mad doctor que de manera tan digna había encarnado en I Was a Teenage Werewolf. Aquí, sabiéndose protagonista absoluto del filme ,recrea con sorna soterrada y grandguiñolesca al científico pajero que se dedica a recolectar pedazos de jóvenes mancebos en busca para crear vida de la muerte.
No es ya que la peli sea un festival de la frase enajenada (aquí tienen una, dos y tres recolectadas en la correspondiente sección del blog, a la que habría que añadir un feliz y desprejuiciado "Ahora hemos de conseguir dos brazos y una pierna") sino que se entrega con alegría a la emoción del que descubre una accidente de coches donde encontrar materia prima, a la explicitez grandguiñolesca serrando extremidades con fruición o mostrando una cabeza decapitada en primer plano (debajo tienen la captura), a la locura cine-pop del científico pajero que tiene un foso con cocodrilo en un armario del laboratorio como manera de eliminar restos sobrantes. Pero hay algo más en la recreación del personaje del mad doctor: su nada sutil homosexualidad. El tipo se dedica a recolectar cuerpos de mocetones, a jugar con ellos, a poner cara de ilusión cuando habla de sus cuerpos atléticos. Construye un Frankenstein cachas y no duda en sacrificar a su novia cuando ésta toma la directa de cara al enlace nupcial. La cara de Whit Dissell ante la noticia lo hace tan evidente. No es ya que la mujer ponga en riesgo sus experimentos, es que le quiere en matrimonio cuando doctor lo que busca no es precisamente una hembra humana. Viendo la película lo vi claro y diáfano: es la inspiración de Rocky Horror Picture Show.
Y luego está el monstruo, interpretado por un pésimo armario actoral, Gary Conway, que con máscara y sin diálogos, haciendo urgh, da el pego, pero a la que abre la boca, a la que debe poner sentimiento a la criatura, a la que debe moverse con elegancia por el plató... Buff. El típico saco de músculos de la serie bé. Y eso que el papel de criatura hormonal, necesitada de ser un joven como los demás, como los que se arrejuntan en su cuerpo, hubiera dado juego en otras manos (Landon rechazó el papel, por ejemplo). Es un monstruo voyeur que gusta de espiar a las muchachas de la zona, y también siembra el terror en una pensión de estudiantes (talluditos) en una escena que remite al pánico en el instituto que tan buenos resultados daba en el precendente licantrópico. Un monstruo metrosexual que a la que se le recompone la cara se pasa horas y horas mirándose en el espejo, feliz con su aspecto de gañán mandibular.
Son esos detalles (el humor negro soterrado del mad doctor, su homosexualidad y misoginia, el comportamiento estúpido del monstruo, la alegría pregore) los que confieren a esta modesta serie bé carta de identidad propia, más allá de los cinco minutos finales en color (el resto es en b/n), aunque he debido esperar a un segundo visionado para darme cuenta de todo ello. Y eso que, por otro lado, detalles de estropicio betoso hay para dar a regalar: el ojo a la virulé del monstruo varía de un lado al otro, las manchas de sudor en el sobaco, el verle oler unas flores (ya saben, la famosa sensibilidad de la criatura) con cara de pasmarote o ese detalle tan de bé movie que es cuando traspasa una ventana. Con que clase (ejem) ejecuta la tarea el Armario Conway. Yo ya imagino el rodaje. "¡Conway, revienta la ventana! ¡Piensa que es toma única, no vamos a poder reconstruirla d enievo! ¡Camaras! ¡Acción! ¡Potobom! ¡Crash!". Si es que estas cosas son hermosas.
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