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30.12.06
NOSOTROS SOMOS LOS MUERTOS VIVIENTES
Releer, con nocturnidad, alevosía y de un tirón, los cuatro álbumes que Planeta lleva editados de Los Muertos Vivientes de Robert Kirkman es demasiado gozo para mí. No puedo resistirlo. No puede ser cierto. Desde hace veintisiete años considero el Zombi de Romero una de las diez mejores películas de la historia del cine. Y han tenido que pasar veintisiete años para que venga un jodido guionista de tebeos a coger el toro por los cuernos, o mejor, el muerto por las tripas y exprimirlo con pulsión caníbal. Son muchas las cosas que podría decir, pero ahí va una: empiezas a leer y no lo sueltas. Estás ahí dentro, aniquilando masas podridas, corriendo, huyendo, sobreviviendo, convirtiendote en un humano hijo de puta capaz de todo. Kirkman lo consigue. Menudo cabrón. Te atrapa. Logra lo más difícil: imposibilita al lector escapar de la historia. Te arrebata y pasas las hojas de manera instintiva. Tan instintiva como el comportamiento de los personajes. Nada en ellos chirría. Kirkman alcanza el sueño de todo creador de evasión pop: la generación constante de la gran duda, la gran clave: el ¿Y ahora qué va a pasar? Y claro, sigues leyendo porque estas tan anulado como tenso. Tenso de tensión (entre otras muchas cosas: estado anímico de excitación, impaciencia, esfuerzo o exaltación). Qué cabrón el Kirkman este. Cómo sabe que el subgénero zombi es una cosa muy seria y cómo controla la historia y los personajes. Personajes que son humanos. Porque el subgénero zombi resalta la humanidad en su crudeza, enfrentada al espejo de la masa zombificada. Hombre y Zombi son lo mismo con una pequeña diferencia: la consciencia primaria. Qué gran momento la huida del barrio residencial (con verja). Qué genialidad transmutar el supermercado en prisión de alto standing o viajar con zombis sin mandíbula. Cómo remite sutilmente a los clásicos con la idea de que hay gente que guardará a sus muertos con (no) vida. Qué colección de protas abocados a sacar lo peor de sí mismos. Qué lindo meter niños en la historia, niños que contemplan el apocalipsis. Nuestros niños mirando el telediario. Y el sexo sin calzador. O la afrimación que finiquita el cuarto álbum. La afirmación que es... esto... tan obvia y al mismo tiempo tan... demoledora. Y luego va, el tío, y tiene los Santos Cojones de introducir una trama de sicópatas en una odisea zombi. Qué listo, el cabrón, cómo sabe cuáles son los vórtices del terror moderno. Lo que digo: esto es demasiado bueno para ser cierto. Y aunque me arránquen una extremidad a mordiscos no voy a despertar del sueño. O mejor aún: nos cogemos de la mano y seguimos leyendo.
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