Una de las evoluciones actuales del psychópata fílmico es el sibaritismo. Como todas estas modas, empieza bien y degeneran hacia la mediocridad. A los fantasmas orientales les ha pasado igual. La cosa empezó, supongo, con Annibal Lecter y prosiguió con Seven. Y luego llegó Saw, que como artificio truculento resultaba tan divertido como olvidable, tan masticable como escupible; pero oigan, ya en ese punto, y ya lo dije por aquí precisamente en un crónica sitgetana anterior, uno empezaba a descubrir que el psicópata garrulo es mucho mejor por realista. Y en cosas de asesinos en serie, creo que estarán de acuerdo, importa pensar que están ahí, sentados a nuestro lado en el autobús, y no imaginarlos como rentistas muy pudientes y refinados que invierten un pastón en todos esos equipos de videovigilancia y todos esos mecanismos de relojería. A mí ese psicópata no me inquieta como lo hacía Vicente Parra en camiseta imperio en la maravillosa La semana del Asesino.
Así que Captivity, regresó de Roland Joffé, otrora adalid del preciosismo oenegétista (Los Gritos del Silencio, La Misión) que cayó en desgracia Mario Bros mediante, no es más que eso, cine hollywoodiense mediocre que se deja ver, un Saw un poco más tosco en su resolución argumental a la par que tremendamente manierista en su contrucción metavisual de cámaras y habitaciones con pared de espejo o de cristal. Aún así, tiene una gran virtud: es cine cítrico, es decir, muy exprimible al gusto del consumidor y del que poder sacar, en realidad, mucho zumo: la modelo aprisionada, el poder montarse un Gran Hermano en casa, ese enorme canto a la rutina que desprende ("hay un modus operandi marcado, salirse de él supone el fracaso") o esa curiosa reflexión sobre los efectos del papel de héroe viril, que acaba creyéndoselo y la caga.
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