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11.12.04

VICIO EN EL CONVENTO



Por segundo año consecutivo Sitges ha incluido una sección, mínima, dedicada a rescatar del olvido delirantes subproductos de serie Z procedentes de filmografías exóticas. Lleva el nombre de Mondo Macabro al estar vinculada tanto al libro de Pete Tombs como al sello de dividís, ambos homónimos. La doble sesión de este año consistía en la mexicana Satanico Pandemonium y la tailandesa Lady Terminator. Desgraciadamente, mi salud física y mental tan sólo me permitía ver la primera de ellas. Una maravilla del cine de explotación carente de prejuicios (y sentido).

Satanico Pandemonium, también conocida como La Sexorcista (maravilloso título alternativo), es una producción de 1975 dirigida por Gilberto Martínez Solares. Un repaso a la filmografía que consta en la imdb nos descubre que el tipo realizó más de 150 películas. Entre ellas, una joya del cine de enmascarados del calibre de Santo y Blue Demon contra los monstruos. Hizo algunas más del género y llaman poderosamente la atención títulos como Los perversos a go-gó, Las sicodélicas y El misterio de los hongos alucinantes, todas de 1967-68 y que, tras lo visto, prometen lo suyo.

Ni que decir tiene que la película adolece de la falta de ritmo habitual en este tipo de delirios psicotrónicos. Cualquiera diría que la amplia experiencia del señor Gilberto hubiera servido para algo. El principio es infame a base de largas panorámicas generosas en zooms, tres seguidas, consumiendo minutos y mostrando valle, monasterio y montañas sin ningún atisvo narrativo. Pero, amigos, lo que viene despues convierten este filme zetoso en una joya que no pararé de buscar hasta que ilumine mis estanterias.

El look de la peli ya es una extraña mezcla de postal religiosa bucólica poblada de azul marinos chillones y verdes praderas. Cecilia Pazet es Sor Maria, una virginal monja que contempla feliz el canto de los colibrís y el pastar de las ovejitas de Marcelo, un púber pastorcillo de poblada uniceja. Pero, ai, Lucifer acecha en pelotas. Tentando a la religiosa por los prados. Ella huye a resguardo hacia el convento, lugar no sólo de entrega a Dios mediante el canto y la clausura, sino también de explotación racial.

Y es que las siervas del señor que lo habitan son casi todas de raza blanca (bueno, incluyamos entre éstas la herencia nativa y azteca que denotan algunos rasgos) excepto un par de orondas negritas que sufren en sus carnes un apartheid que me suena más a casual que a pensado en el guión. La madre superiora las empuja sin remilgos mientras cocinan (“¡inútiles, que sois unas inútiles!”), sirven la comida bajo atenta supervisión, comen separadas, duermen en un cochambroso sótano y lloran por las noches. “Odio el color de mi piel, me hice monja para huir de él pero hasta aquí me persigue” confiesa una de ellas a Sor María, que es muy buena y la única que va a consolarlas por la noche. De paso, también cuida a la vaca, que se llama Doña Sofia.

El demonio la acosa con el viejo truco del ahora estoy aquí y plas, desaparezco. Plis y plás. Estoy aquí ya no estoy. También le va dejando manzanas, frutas que muestran la misma e irritante tendencia al plisplás. Sor María empieza a estar confusa y por las noches somete su cuerpo al autofustigamiento y se coloca cinturones de espino en el bajovientre. De poco sirve pues al rato se le cuela una monja lesbiana en la habitación y la viola, aunque nuestra sufrida protagonista opone poca resistencia. La semilla del pecado ha sido depositada. La monja lesbiana era, en realidad, el diablo.

A partir de ese momento la antes virginal y pura monjita azul marino de estirpe mariana se deja llevar por el torbellino del vicio. Lo primero que hace es ir a por el púber pastorcito Marcelo. “¿Quieres que te explique un cuento, Marcelo? Mejor que no, que ya eres un hombrecito y preferirás otras cosas”. Infructuosamente, pues el bocólico chaval huye atemorizado. Lo siguiente es acosar a otra monja que acude a ella por la noche. Tampoco es bien recibida y en venganza le clava unas tijeras en la espalda. Momento hilarante, pues la otra huye con ellas puestas como si tal cosa, levantando sospechas (¿sólo?) en la madre superiora.

Las correrías nocturnas de Sor María van a más. Primero contempla extasiada como una de las negritas se sube a una silla y prepara una soga. Va a suicidarse pero no le da tiempo. Sor María corre jubilosa hacia ella y la empuja, adelantándo unos segundos al fatal desenlace. Luego contempla muy contenta el balancear del cuerpo. El impuro deseo por el niño Marcelo sigue, pero, presente, por lo que acude rauda a su cabaña de la montaña. Allí vive el joven con su abuelita tejedora. No hay paredes que separen estancias, sólo cortinas. Pero Sor Maria ya no tiene vergüenzas. Se despelota, se cuela en la cama de Marcelo y empieza a tocarlo y besarlo con cara de gusto. El niño, claro, se despierta y la rechaza y ella, abducida por el placer no consumado, le pega fuego a la cabaña. La vieja, por cierto, no se entera de nada y también perece pasto de las llamas.

El problema es que entre las manos del calcinado cadáver ha quedado la medalla de Sor María. Y cuando las monjas, velozmente, van a velar los cadáveres, la asesina, anteriormente un dechado de virtudes, las envía a todas a paseo para recuperar el colgajo. La minuciosa labor de ir separando los dedos requemados del antaño pastorcillo efébico es atentamente seguida por la madre superiora, que sigue a nuestra viciocilla heroina hasta sus aposentos. Y claro, una vez allí, un nuevo crimen y hala, a arrastrar el cadáver de la anciana líder monacal hasta las catacumbas. Sor María no es sólo vicio y crimen, también es fortachona pues arrastra el cuerpo como si de un liviano saco de plumas se tratara (o acaso es así). Momento éste de intensa banda sonorá a base de insoportables coros que hacen un "ooh" como de sorpresa.

La cosa empieza a llegar a su recta final. Las monjas desfilan por los prados con los ataúdes, dispuestas a dar cristiana sepultura a los difuntos. La de las tijeras, aquella que huyó con ellas clavadas una noche, le lanza miradas muy reprobatorias a Sor María, así que a ésta le da un yuyu y sale disparada hacia las montañas, dispuesta a purgar sus pecados. Pero Lucifer aparece de nuevo, esta vez convertido en un auténtico Príncipe de Beukelaer (ya saben, el de las galletas de chocolate) y le dice que si le entrega su alma hará de ella la nueva madre superiora. Sor María duda mientras las monjas avanzan hacia la cueva montañil con antorchas. “Vienen a entregarte a la Inquisición”. Lujuriosos fllashes nos muestran el cuerpo desnudo de la protagonista sometida a torturas: con un embudo le vuelcan plomo fundido en la boca, con un afilado instrumento desgarran sus bonitos senos y, finalmente, la vemos atada y sometida, sangrante y sufriente, desnuda en manos del verdugo. “¡Te entrego mi alma, Lucifer!” exclama.

Y entonces, patachán, las antorchas se convierten en hermosos ramos de flores. Flanqueada por sus antiguas compañeras (en una escena de aplastante plasticidad camp), Sor María regresa al convento y el espectador, que en esos momentos ya no sabe muy bien qué coño está viendo, tendrá la oportunidad de contemplar una de las bacanales más ridículas jamás filmadas. Las monjas dan vueltas alrededor de la larga mesa del comedor, bailando y cantando “¡Viva la Madre Superiora!”. Las más jamonas, en pelotas, las más ancianas y rechonchas levantando sus faldones (afortunadamente). Un par de ellas van comiendo uvas y otro par, guitarra en mano y sin nada que las cubra, van animando el cántico. Y de fondo Lucifer, muy contento con su nueva alma.

Y entonces, sin venir a cuento, las monjas empiezan a pillar cuchillos y a clavarlos en el cuerpo de Sor María, que, sangrante, se arrastra hasta su celda para morir en su lecho. Pero un nuevo giro del guión nos dejará boquiabiertos. ¡Todo ha sido un sueño! Sor María ha muerto, sí, pero de la peste, tras mucha fiebre, y las monjitas no paran de decir lo buena y pura que fue. Sin duda, una sorpresa final con ánimo de no molestar demasiado a los creyentes. Sor María no irá al infierno. Aunque claro, la cosa es tan burda que uno se pregunta, en realidad, si no es precisamente lo contrario, que Lucifer aprovechó los delirios febriles y se hizo con ella. Al fin y al cabo hemos visto los últimos sueños de una muerta.

Como ven, una joya felizmente rescatada del olvido que debe entrar con letras de oro en la lista de obras maestras de ese subgénero del blandiporno que son los conventos del vicio. Los bucólicos tonos pastel de postal mariana y esa banda sonora plagada de pésimos coros sacros y música electrónica infernal son parte de su encanto. Y el delirio psicotrónico, claro. Que la cosa carezca totalmente de ritmo, que las actrices sean pésimas y el diablo ridículo y que esté filmada con el culo es lo de menos. Yo disfruté como un enano.

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