He disfrutado mucho, muchísimo, leyendo El pequeño Christian de Blutch (Norma, 2011). Añoraba esa sensación tan gratificante de tener que interrumpir la lectura para soltar carcajadas al mismo tiempo que deseas cuanto antes volver a zambullirte; y también sentir cierta pena cuando se acaban sus páginas porque querría más y prolongar así el disfrute lector.
En El pequeño Christian el autor galo acude a un género que pese a su condición de lugar transitado suele ser agradecido: los recuerdos de infancia; si a eso añadimos que como lectores nos ponemos en manos de un creador de lo más interesante, pues eso, que dos más dos son cuatro. Blutch se recuerda como un infante (tras su seudónimo se esconde un Christian real) que se enfrenta a la realidad utilizando los tebeos como filtro protector, y más en concreto a través del semanario Pif, que conoció una breve versión española a mediados de los 70, cosa que me ayuda a empatizar un montón con lo narrado: yo también sentía fascinación por el bárbaro Rahan y también se me rompían los gadgets de regalo al poco tiempo. Ese mundo que el Pequeño Christian filtra a través de las viñetas gira alrededor de dos aspectos, uno es regional: la Alsacia, provincia francesa que también fue alemana, gestando así hechos diferenciales, que diríamos ahora. El otro son las mujeres. La pandilla de Christian reniega de ellas como compañeras de juegos, pero el tirón por lo femenino va germinando en su interior con misterio y traición.
Durante la lectura se percibe un giró algo brusco e irrumpe un Blutch más conocido por el lector español, iniciando una reflexión sobre el primer amor adolescente a través no sólo de los sucesos recordados, sino también con la aparición de John Wayne, Steve McQueen o un Marlon Brando (salido de Rebelión a bordo) como invisibles mentores masculinos del niño en su paso hacia la adolescencia. También el blanco y negro da paso al bitono. Googleo al respecto y descubro que el álbum español reúne los dos franceses, a los que separan 10 años (1998 y 2008), precisamente años en los que su autor pasó de ser un historietista dedicado al humor en las páginas de Fluide Glacial a un autor amigo de una instrospección algo abstracta que se deja llevar por la libertad creadora propia de la generación de los Sfar, Blain y demás compañeros deslumbrantes.
Cierro el álbum con tanto gozo que recuerdo que tengo otro Blutch en la ingente pila de lecturas atrasadas. Se trata de Velocidad Moderna, editado por La Cúpula a finales del año pasado. Así que voy directo. Es otra cosa, claro, y el cambio es brusco, pero poco a poco vuelvo a quedar encantado. Aquí me encuentro con una especie de comedia onírica de enredo, con la fascinación por la feminidad como bandera, en la que una chica sufre su peculiar Wonderland burgués perseguida por escritoras histéricas, arañas grandotas, gordos violinistas enamorados, padres sicalípticos y clanes de encapuchados; e incluso un hilarante cameo de Omar Shariff transmutado en masculinidad icónica. Curioso si tenemos en cuenta los actores invitados al tebeo anterior.
Al final del cautivador cotidiano surrealista de Velocidad Moderna se incluye un epílogo en blanco y negro, una aventura marítima a medias, que fortalece una sensación que ha ido creciendo a lo largo de la lectura: el recuerdo de la genial Hypocrite de Jean Claude Forest. Al final, extractos de una entrevista a Blutch que está ahí dando claves, muy bien puesta por La Cúpula, me lo certifican con la mención a Barbarella o a la Paulette de Pichard, es decir, francesitas de tebeo en tránsito aventurero y sensual. El dibujante también habla de la araña que Herge dibujó en La estrella misteriosa (la más absurda de las aventuras de Tintín) y explica que las páginas en blanco y negro del epílogo marítimo son una adaptación de una aventura del Jerry Spring de Jijé (antecedente directo de Blueberry que aquí conocimos en el semanario Spirou), y me doy cuenta de que Blutch sigue interpretando la realidad como El pequeño Christian, con tebeos y fascinado por las féminas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario