Con la llegada del Salón del Manga, y dado que el evento me obliga a hablar del cómic japonés en la colaboración radiofónica para el Cabaret Elèctric de IcatFM, he pasado las dos últimas semanas sumergido en la lectura de diversos mangas de reciente publicación. El resultado de esta inmersión manga es lo que sigue a continuación
Cinturó Negre (Yawara!) de Naoki Urasawa (Glénat)
Con obras como Monster y 20 Century Boys Naoki Urasawa se ha ganado un puesto de honor en mi lista de grandes maestros del cómic. Es cierto que el final algo críptico de la primera y el bajón final de la segunda, por culpa de una madeja argumental que ha acabado pasando factura, han rebajado algo el entusiasmo de muchos. No es mi caso, ya que valoro más ser arrebatado por la emoción y el suspense de la continuidad (en ambas obras alargadas durante años) que el hecho de que un serial se clausure con un final magistral. Hombre, está claro que si se da lo segundo tras lo primero, es decir, tras cientos de capítulos con continuará, la cosa ya es la rehostia. Pero insisto en que el nivel de enganche y atrape que me produce el Urasawa de Monster y 20 Century Boys me llevan a tenerlo en lo alto.
Con esas premisas me acerco a Cinturó negre, Yawara! en el original, el serial manga que hizo famoso a Urasawa en su país y cuyo anime se vio por aquí en muchas autonómicas hace una década, cosa que desconocía. Glénat ha empezado a publicarlo en catalán y me puede la curiosidad; al fin y al cabo se trata de otra cosa, una comedia, más o menos romántica, más o menos costumbrista, alrededor del mundo del judo, en el que una muchacha entrenada por su abuelo desde la infancia ve con pavor como se espera de ella que sea una gran campeona cuando lo que en realidad desea es ser una simple ama de casa. La lectura se descubre como muy agradable y entretenida, al menos en sus dos primeros volúmenes (de 27, agárrate, está claro que a Urasawa le va el manga rio). Y percibo el buen hacer de Urasawa para el largo recorrido, así como su narrativa ágil e invisible, que te hace pasar viñetas y páginas sin esfuerzo ni despiste. Tiene su gracia e interés, sí señor.
Pluto de Naoki Urasawa (Planeta)
Tras todo lo dicho arriba, es lógico que otro de los mangas a los que me acerco estos días sea la nueva serie de Urasawa editada por Planeta: Pluto. Leo sólo el primer volumen y ya me tiene en sus manos, ansioso de proseguir. Vaya por delante que pese a lo poco leído, que no deja de ser un prólogo conociendo el largo recorrido de sus historias, me atrevo a afirmar que Pluto es lectura imprescindible para los aficionados a la robótica. Así de pronto, y nada más empezar, ya ofrece referencias a las leyes de Asimov, poderosos guiños a Blade Runner, escenas claramente inspiradas en El silencio de los Corderos, una hermosa historia sobre los sentimientos de un androide (alrededor de la música, por cierto, casi como recordando que todo empezó con autómatas de feria) y mucha seriedad a la hora de abordar una historia, de momento un whodunit (lo habitual en Urasawa), protagonizada por inteligencias artificiales. Y encima en la última viñeta aparece Astroboy, el personaje de Tezuka y uno de los grandes iconos del pop nipón.
Tekkron Kinkreet de Matsumoto Taiyou (Glénat)
El siguiente manga en cuya lectura me embarco es el mastodóntico Tekkron Kinkreet de Matsumoto Taiyou. Al fin y al cabo es uno de los invitados estrella del Salón del Manga de este año. No es un autor salido del mainstream nipón y podríamos decir que se mueve al margen de la industria, en busca de territorios creativos menos parcelados. Pese a que la base argumental no es compleja (un par de niños de la calle se enfrentan de manera ultraviolenta a los yakuza que invaden su barrio), no es un manga ligero y banal. Creo que se me escapan algunas cosas por motivos culturales (por ejemplo: los niños vienen a ser la encarnación sobrehumana del ying y el yang del barrio en que viven), pero aún así me resulta una lectura fascinante, sobre todo por el podería gráfico de Matsumoto Taiyou. Joder, macho, cómo dibuja este hombre y qué bien ilustra la pesadez urbana de la era post-industrial. Además, se aleja de los cánones dejándose llevar por influencias que resultan lógicas (Moebius) o sorprendentes (José Muñoz).
Hanzo, el camino del asesino de Kazuo Goseki y Koike Kojima (Planeta)
Me acerco también al primer tomo de la nueva obra de los padres del Lobo Solitario y su cachorro. Y me encuentro con lo que esperaba, un chambara histórico con el aroma de las grandes películas de samurais y los temas habituales de sus autores, que exprimen el género una y otra vez sin que éste parezca agotarse. Si bien es cierto que ya no hay sorpresa, y que quizá Asa el Ejecutor, serie anterior también basada en un personaje histórico, me parezca, de inicio, superior, es evidente que estamos ante un buen manga dedicado a la figura de Hatori Hanzo, primer gran maestro ninja y mano en la sombra del futuro emperador Tokugawa. La receta esta bien cocinada a base de violencia, sexo, intrigas palaciegas, filosofía ninja y respeto por la tradición y la historia a pesar de su evidente conepción pop. Supongo que seguiré la serie a poco que me despiste.
La Montaña Mágica de Jiro Taniguchi (Ponent Mon)
Taniguchi es muy grande, no lo vamos a negar aquí. El almanaque de familia y Barrio Lejano son clásicos ya clásicos sin discusión, y su recreación de los cuentos del naturista Seton una joya a descubrir. Pero con La Montaña Mágica me he llevado una gran decepción. Taniguchi ha querido hacer su álbum al estilo europeo y ha fracasado en el intento, sobre todo porque la historia suena a manida y nunca consigue despegar. Primero por ser redundante en cosas que ya nos ha explicado, y segundo, porque saquea a Miyazaki (Totoro, Chihiro) dejándose por el camino el sentido de la maravilla y conviertiendo la magia de aquel en algo tristón, sin alegría, sin fuerza.
Galería de Horrores y Noches de Zipango de Hineshi Hino (La Cúpula)
Como no podía ser de otra manera, en estas jornadas de lectura de manga me arrojo a los brazos de mi admirado Hineshi Hino, y lo hago agarrado a los dos últimos títulos publicados por La Cúpula en nuestro país. Ambos resultan ser antologías de relatos cortos, terreno en el que Hino se mueve muy bien y que me lleva a pensar que no hubiera desentonado nada en los viejos tebeos de la Warren.
Galería de Horrores toma como elemento aglutinador una serie de cuadros expuestos en una galería de arte más que siniestra. Cada cuadro es una historia, cosa que remite a la televisiva Galería Nocturna de Rod Serling. Hino acude con frecuencia al terror occidental, aunque lo camufle, y es evidente, por ejemplo, que es un ávido lector de Stephen King. No es cosa mala, y más cuando su universo es tan propio como salvaje.
Como antología, se me antoja superior Noches de Zipango, pero ambas son Hino en estado puro. La infancia, los niños, protagonizan la mayoría de historias. En algunas como víctimas a las que descuartizar sin piedad, en otras convertidos en freaks monstruosos y marginales que toman sangrienta venganza ante el rechazo social. Pero más allá de esta visión de la infancia y del contraste entre un dibujo que toma la inocencia gráfica de Tezuka para explotar en un gore pocas veces visto con tamaña expresividad, está claro que el gran tema de fondo de Hino es la familia, institución a la que gusta de derribar representando siempre a unos padres que explotan y/o rechazan a sus hijos de manera casi contranatura. Hino es uno de los grandes maestros del horror no por lo sangriento ni por moverse en el género y sus claves como pez en el agua, sino porque aboca en sus historietas traumas familiares no resueltos y el resultado es de lo más inquietante. Ya son casi una decena las obras de Hino publicadas por La Cúpula, y rezo para que el filón no se agote nunca.
Aula a la deriva de Kazuo Umezz (Ponent Mon)
Si con Hino uno sospecha que existe cierto gusto por su parte a la hora de recrear infantes víctimas de la violencia, con Aula a la deriva quedo hipnotizado con algunas de sus escenas de maltrato y violencia infantil. Esas patadas en la cabeza... esos niños que se arrojan desde lo alto del edificio... me han dejado boquiabierto. Vaya por delante que de todos los mangas leídos estos días, este es sin duda el que me va a llevar más rápido a la librería en busca de los siguientes volúmenes (el tres y el cuatro en este caso).
La historia puede hacer gracia a los seguidores de Lost. Un colegio entero se evapora y aparece en un páramo desolado. A partir de aquí una historia de supervivencia en la que los pocos adultos (los profesores) se vuelven tamrumbas mientras los niños intentan seguir vivos edificando su propia estructura de gobierno, no exenta de la crueldad que les es propia, pero también con el buen criterio que les confiere no haber erradicado la fantasía de sus vidas. Exagerado en algunos momentos, pero casi siempre trepidante, en sus dos primeros tomos la cosa atrapa de lo lindo y me va a tener atrapado hasta el final.
Life de Keiko Suenobu (Norma)
Me acerco a Life por obligación, dado que la editorial me ha dado un lote con los cuatro primeros números para sortear en la radio y algo debo decir de la serie. Mis miedos están fundados ya que todo apunta a melodrama juvenil noño. Sólo hay que ver la portada. Y así es, o no, porque durante la lectura de los primeros volúmenes pasan cosas que me asombran y que la convierten en una pequeña sorpresa bizarra. El estilo grafico tiene esa estilización romántica que mayormente me repele, y el esqueleto es edulcorado y tonto, pero de pronto detengo la lectura pensando en que es evidente que hay una subtrama lésbica. Bueno, son japoneses, pienso, y sigo leyendo.
Y entonces la chica protagonista empieza a automutilarse. Primero con la punta del compás, más tarde cortándose con un cutter que siempre lleva en el bolso. Luego la amiga, víctima de mal de amores, intenta suicidarse por lo rápido (el tren) y por lo largo (anorexia), y en el momento álgido la prota descubre que el ex novio de aquella es un adicto al bondage. Sumen dos y dos: el tradicional triángulo amoroso en el que a la chica le gusta el novio de su amiga, o a éste la amiga de su novia, añade un sorprendente giro en el que ella es adicta al dolor y a él le gusta inflingirlo. Y por ahí voy, con la protagonista sometida a diversos acosos (sexuales, escolares y propios) convertida en una Gwendoline escolar, y sigo asombrado ante la amalgama de azúcar tonto, melodrama adolescente, narración confusa (sí, es de esos mangas en los que soy incapaz de descifrar algunos sucesos) y bizarrez oriental. Todo apuntaba a que, más bueno o más malo, me iba a dejar indiferente. Ha resultado lo segundo, pero para nada me ha producido indiferencia.
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