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2.4.06

VIDAS AJENAS (XV)

Bonifacio Rodriguez era feo. Bonifacio Rodriguez había heredado una magnífica huerta de pimientos del piquillo y a ellos se dedicaba. De hecho, muchos consideraban los pimientos de Bonifacio los mejores del mundo. Los más sabrosos. Pero Bonifacio era feo. Las pocas mozas de la aldea nada querían saber de él. Se ganaba muy bien la vida, pero las muchachas iban abandonando la zona, en pos de las promesas de la gran ciudad. Bonifacio estaba abocado a la soledad. Y entonces llegaron unos señores vestidos con monos de color azul. Traían el cable e internet. Bonifacio lo instaló y a los dos días ya estaba enganchado al chat “Caribe Caliente”. De todas las chicas que hablaban con él le gustaba mucho Marie. Nada de María o Mari, Marie. Horas y horas intercambiando diálogos en privado. Bonifacio imaginaba su voz. Sus ojos. Marie era bella pese a que nunca la había visto. Le pagó el billete de avión desde Haití. Y sí, Marie aún era más bella de lo que nunca imaginó. A sus 35 años jamás había estado con una mujer. Y esa noche estuvo. Y la otra. Y la otra. Marie era una mulata de ojos azules. Tenía unas tetitas de puntiagudos pezones y un culito respingón maravilloso. Era una mujer mucho más hermosa que todas aquellas que pobablan las revistas con las que había estado masturbándose durante años. En el lecho nupcial, Marie le hizo cosas maravillosas que jamás había imaginado y pidió que él hiciera cosas. E hizo. Semanas y meses con su pene a punto de reventar. Y reventando. Y vuelta a empezar. Ven. Hazme. Déjate hacer. Marie enseguida decidió ampliar el huerto de pimientos. Compraron los terrenos circundantes. Las noches de luna llena Marie salía con sus abalorios tribales a cantar y danzar. Bonifacio la acompañaba. Acababan haciendo el amor como posesos en los huertos. Marie siempre le pedía que se corriera en su boca. Y Bonifacio obedecía. Y Marie escupía el semen por los prados mientras cantaba y danzaba. Las cosechas de pimientos eran cada vez mejores y la hacienda crecía. Contrataron mano de obra. Gente llegada del Este Europeo. Marie los reunía los días en que menstruaba y les daba a beber su sangre. Y ellos obedecían, bebían y trabajan día y noche. Sin parar. Como dormidos. Obedientes, sumisos y, sobre todo, productivos. Y entonces Bonifacio se fijó en Anita. Anita Koskova era tan frágil como pálida. Sus ojos eran lánguidos y miraban al infinito mientras recogía pimientos. Hermosos pimientos. Una noche, mientras Marie danzaba con el resto de jornaleros, Bonifacio se llevó a Anita a un lugar apartado e hicieron el amor. Las tetitas de Anita no eran tan rígidas como las de Marie, pero sí más carnosas. También su trasero. No era tan perfecta pero sí mucho más tierna. Y estaban todas esas pecas rojizas que cubrían su cuerpo lechoso y que Bonifacio recorría con sus labios. Hizo con ella todo lo que había aprendido con Marie, con la diferencia que Anita se dejaba hacer. Del todo sumisa. Jamás tomaba la iniciativa. Gemía y gozaba suavemente, entregada y a disposición de Bonifacio para lo que quisiera. Para todo lo que deseara. Y Bonifacio se supo el amo del mundo. Por las noches Marie escupía su esperma por los prados y por la mañana Bonifacio lo esparcía por el cuerpo de la silenciosa Anita. Hasta que Marie se enteró. Bonifacio no se percató de que su secreto ya no lo era. Y una noche escuchó gritos y vio antorchas; y se levantó y acudió al lugar. El resto de jornaleros de la Europa del Este se estaban comiendo a Anita. Arrancaban aquella hermosa piel con sus uñas mugrientas llenas de restos de pimiento y devoraban sus entrañas. Ávidamente. Con los ojos en blanco mientras Marie cantaba y bailaba. Bonifacio agarró la azada y decapitó a la mulata haitiana. Abrió las puertas de la hacienda y dejó salir a sus zombies caníbales. Dejó que se desperdigarán por aquella región donde antaño hubo mozas que le encontraban feo y que se largaban a la gran ciudad. Deseó con fuerza que aquellos zombies caníbales del Este europeo alcanzaran la gran ciudad y lloró abrazado a los huesos de Anita. Eran tan blancos como recordaba era su piel.

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