Ando pésimo en cuestión de tiempo libre y no puedo dedicarle al Blog Ausente todo el tiempo que querría, pero al menos una vez (o dos) a la semana me acomodo delante del televisor para disfrutar de ese cine pop de derribo que tanto me cautiva. Un caso casi modélico y excepcional de ese cine es El Alimento de los Dioses, la adaptación de la novela de HG Wells que realizó Bert I. Gordon en 1976. La fecha no es una tontería. Un año anterior al estreno de La Guerra de las Galaxias, filme que marca, con Tiburón, el principio del fin de la serie Bé como se venía entendiendo.
El Alimento de los Dioses es cine de autor. A más de uno le parecerá una tontería la referencia a Bert I. Gordon como Autor, así, con mayúsculas. Lo es, primero, porque él mismo dirige, produce, guioniza y manufactura los efectos visuales y especiales. Y segundo: si los autores, según los cánones de la crítica sesuda, tienen un tema que hace girar su filmografía, el bueno de Bert lo tiene, y bien grande (nunca mejor dicho). El tema es de los queridos por aquí: el gigantismo. También es cierto que el realizador de The Amazing Colossal Man (1956) o Village of the Giants (1965) personifica la serie Bé de la Serie Bé y quizá por ello nunca es reivindicado como puedan serlo muchos otros (de Corman a Bava, la lista es larga). Pero, además de lo encantadoras que son sus películas, no se le puede negar que con esta de la que les hablo hoy regresó por la puerta grande al espíritu del cine como atracción de feria que a veces muchos parecen olvidar.
El Alimento de los Dioses es una película inmedita. A los seis minutos ya vemos una avispa gigante matar a la primera víctima del filme. A los ocho un gallo gigante ataca al protagonista. A los diez ya sabemos lo que pasa y que va a haber ratas gigantes. A los 18 vemos gusanos gigantes y a los 20 el primer ataque, explícito, de las ratas. El cine de vocación fantapopular, a mediados de los 70, debía ser así. Canónico en sus metrajes y con la sagrada ley de que el aburrimiento es pecado mortal. Ni siquiera hay que complicarse la vida: en sus primeros cinco minutos presenta cuatro personajes y a los veinte ya han palmado dos, así que ya es el momento de presentar cinco personajes más para que el milimétrico body count pueda proseguir. Matemática de derribo pura. Por cierto, en términos de inmediatez. ¿Hay algo de horror más inmediato que la idea de una horda de ratas gigantes?
El Alimento de los Dioses es una película de honda raigambre clásica. No es cine moderno y manierista. Se agarra a la narrativa visual invisible y todo se explica de la manera más fácil posible. El plano es básico. Los personajes son arquetipos. El Bueno. El amigo del bueno. La Chica. El empresario mezquino. La vieja campesina (Ida Lupino nada menos). La embarazada. El novio tonto de ésta. Al menos mueren dos de ellos... ¿adivinan cuáles? Pues sí, correcto. Hasta las ratas son arquetípicas, todas grises menos la blanca, que encima es la lider inteligente del grupo. Hermoso. Y mejor no buscar incorrecciones políticas, las cosas son como deben ser. También incluye el típico mensaje norteamericano de amor por las armas. Los héroes, sin ellas, no son nada. Es justo y bueno tener unos cuantos winchester a mano y la casa repleta de munición. Uno nunca sabe cuando van a aparecer decenas de ratas gigantes.
El Alimento de los Dioses es una película con mensaje. Pese a que pueda parecer una contradicción con lo que acabo de decir, y para que no haya dudas ideológicas: el filme te planta en medio de las narices un mensaje ecologista. Un mensaje expuesto de manera harto burda y nada sutil, casi el arbol que no deja ver el bosque. El arbol es la revuelta de la naturaleza y el afán de lucro incontrolado del empresario que le lleva a jugar con cosas que no deben ser tratadas. Pero el bosque... ay amigos. El bosque es ese culto a las armas, esa idea de la rata que por ser blanca es más lista que las otras y, sobre todo, ese culto al individualismo del héroe como solución a todos los problemas. A que el ser humano está aquí para domar la naturaleza. Bueno, vale, luego está ese maravilloso final en el que un recorrido por la cadena alimentaria nos planta ante unos niños que acabarán por devorarnos. Gran final. Nada sutil, de nuevo, aunque la sutilidad, en este filme, está en el American Gothic. Ya lo verán.
El Alimento de los Dioses es Hawkiana. De Hawks. Uno de los grandes motivos del director de Río Bravo era la épica del grupo. A menudo acorralado. La serie Bé supo nutrirse muy bien de ello, de Asalto a la Comisaría número 13 a La Noche de los Muertos Vivientes uno puede seguir la estela hawkiana. El Alimento de los Dioses está en la línea que une los dos puntos. También está presente el icono, aquí no exclusivo de Howard Hawks, del héroe superior. Líder, de moral incuestionable, parco en palabras y resolutivo a más no poder. Sabe lo que hay que hacer, electrifica vallas imposibles, revienta embalses paupérrimos (nunca entenderé como cuatro maderas pueden frenar tanta agua), se deshace de las ratas a puñetazo límpio, fabrica dinamita como si tal cosa y siempre, siempre, hace lo correcto sin tener que dar explicaciones a nadie ni pedir opiniones. Por cierto, aquí encarna tan digno papel Marjoe Gortner, un rostro-armario habitual en televisión (Falcon Crest) que tiene tras de sí una bizarra historia como explotado predicador evangelista adolescente luego converso a la denuncia de los tejemanejes religiosos (especialmente protagonizando un documental ganador de un Oscar) y finalmente transmutado en actor de tercera fila célebre entre las huestes zetistas por su participación en ese mito exploitation de Star Wars que es Star Crash.
El Alimento de los Dioses es artesanía. Finalmente, la película es una auténtica celebración del efecto especial y visual cutre de los Cincuenta transmutado a los Setenta. Animales filmados con lentes de aumento, maquetas en las que colocar a éstos, transparencias y superposiciones, falsas cabezas de rata o de gallo gigante (que nunca vemos de cuerpo entero, por lo que hay que imaginar un palo en el extremo y un señor manejando), perdigonazos reales a mayor gloria del maltrato animal. Y aún así, y pese a todo, o quizá por ello, el filme funciona y hay momentos estupendamente conseguidos (junto a otros bastante risibles), dando como resultado una maravillosa oda a la barraca de los Lumiere. Artesanía pura, pero no de orfebrería pulcra y cromada, no, artesanía de cazuela de barro. Genuína. Auténtica.
Dicho todo lo que tenía que decir, les invito a una de esas galerías visuales que tanto gustan a ustedes, queridos lectores.
Una avispa gigante. Ni más ni menos.
Y un gallo gigante. O mejor, la cabeza de un gallo gigante. Nunca le vemos de cuerpo entero. Como mucho una pata. El combate con el héroe en el granero es épico.
Donde hay un gallo hay gallinas.
Gusanos de la harina atacando una mano. El gigantismo es lo que tiene, que vuelve voraz.
El manantial de todo mal. El alimento de los dioses.
Un panal gigante.
Ratas gigantes atacando una caravana. Maqueta, transparencia y superposición. Todo en uno.
Electrificando una alambrada bastante cutre que abarca kilómetros. Tengo mis dudas sobre su eficacia real.
Ratas gigantes atacando a ser humano en grupo. La escena, que se repite en varias ocasiones, no acaba de ser todo lo gore que podría pero está muy bien resuelta. Las falsas cabezas gigantes son la mar de convincentes.
Hey! ¡Qué pinta ahí el célebre American Gothic! ¿Acaso es esa la auténtica ironía sutil del filme?
El fin de Ida Lupino. Su autodefensa, cuchillo de cocina en mano, resulta muy convincente. Y se recuerda.
¡No sólo hay embarazada en apuros, también parto explícito en medio del asedio!
El tejado como última defensa.
El filme es puro deleite para las asociaciones de protección de animales. A muchas de las ratas que aparecen en el filme se les disparan perdigones. Una vez aumentadas visualmente, el efecto es similar al del winchester del protagonista. En un acto de honestidad no aparece el célebre mensaje final "ningún animal ha sido dañado durante el rodaje de esta película".
¡Inundación! Una película de serie Bé en la que revienta una presa siempre debe ser tenida en cuenta.
La rata líder e inteligente es blanca. Hay genes y adeénes que nunca fallan.
La cadena alimentaria. El vaso de leche (siempre hitchcockiano). Teóricamente los descendientes de este niño se convertirán en gigantes y devorarán a sus padres. O sea, a él. Una bonita secuela jamás realizada. Yo le tendría ganas.
Y de propina... Otro cartel. La gracia está en que prescinde de las ratas y opta por la imagen del gallo. La jamona escotada y del héroe en acción que no falten, por supuesto.
Excelente post. Esta película me "marcó" de niño y la he recuperado en DVD recientemente. No soporta la visión independiente, pero leyendo tu post, cobra fuerza y gana puntos, al menos para buscarle un sentido a tanto despropósito fílmico.
ResponderEliminarFelicidades